25.12.22

David Alan Harvey

 



El salto en paracaídas


(París, 10 de enero de 1959. Al final de una reunión del grupo de la revista Arguments, Georges Perec vuelve a pedir la palabra a Jean Duvignaud. Un magnetofón graba la conversación.)


-¿Perec?

-Quiero decir algo... Creo que, al final de la reunión, me gustaría tomar la palabra y contar una historia.

-Entonces, cuente la historia, querido amigo. Hable ante el micro, un poco más..., ahí.

-¡Pero sólo cuando esto haya acabado y los demás no tengan nada más que decir!

-¿Qué es lo que se propone?

-Creo que es algo bastante peculiar. Quisiera hablarles... me parece que... al principio les va a parecer muy lejano, pero me parece que en realidad es muy cercano...

-Pues venga, ¡eso es la dialéctica! (risas)

-... y está relacionado con todo lo que hemos dicho esta tarde. Es una experiencia muy personal, la cuento porque estoy un poco..., porque he bebido un poco. Quisiera hablar de un salto que di. Al principio parece que no hay ninguna relación entre un salto en paracaídas y una discusión entre intelectuales. Y, efectivamente, no la hay.Sencillamente, si consigo transmitirles mis sensaciones en este momento..., los recuerdos de un salto en paracaídas que hice hace tiempo..., me parece que todos veremos que hay ciertos puntos comunes, aunque por ahora no puedo definirlos, pero creo que se van a definir de alguna manera. Ai que comienzo.

Estamos en un campo de aviación. Hay unos cuantos paracaidistas. Sólo que no deberíamos entender lo de "paracaidista" en el sentido que se le da hoy; pensemos solamente que entre todos estos paracaidistas hay un paracaidista que soy yo, Georges Perec, es decir, alguien que tiene cierta buena voluntad, gusto por la vida y algunas dificultades que es capaz de resolver o piensa resolver exactamente en la medida en que consiga franquear todas las etapas que se requieren para saltar. Hay varios aviones dando vueltas por la pista que hacen un ruido enorme. La espera se hace tremendamente larga. Todos experimentamos una especie de decepción debido a que, mientras esperamos, muchísima gente está pasando antes que nosotros -es decir, hay muchísima gente que está arriesgando antes de nosotros- y no podemos probar que también damos la talla. Nosotros sencillamente esperamos, fumando un cigarrillo, vamos a mear, porque siempre se mea en las situaciones así, y justo un momento después... Si alguien no está interesado, dado que me parece una completa gilipollez lo que estoy contando, me gustaría que me interrumpiese y dijese que esto no tiene ninguna relación, pero en fin, si nadie lo hace, sigo. Vamos a mear y después, en un momento determinado, dan una orden: "a los aparatos".

Corremos todos a los aviones, nos preparamos. esto no tiene ninguna relación, pero de alguna manera todo forma parte de un ritual, de una evolución de hecho..., de una evolución del miedo, que es algo muy importante. Porque a partir de aquel momento comenzamos a tener miedo. Hasta que nos ordenaron que nos equipáramos no teníamos miedo, porque todavía no estábamos seguros de saltar. A partir del momento que comenzamos a equiparnos, ya estamos seguro de saltar. entonces comenzamos a verificar si nuestro paracaídas está completo. Comprobamos las ataduras, comprobamos las... Voy a hacer otro paréntesis: seguramente será bastante difícil de transcribir exactamente lo que acabo de decir porque puede ser bastante peligroso para algunos que no tienen nada que ver con lo que es mi presencia aquí, pero eso no tiene importancia. Nos equipamos, comprobamos la longitud de los arneses: en ese momento tenemos un paracaídas a la espalda y otro delante de nosotros. El paracaídas pesa quince kilos, es muy pesado y penoso de llevar. ¡Estamos verdaderamente condenados, verdaderamente... minimizados! En fin, es terrible: no podemos llevarlo, no podemos caminar con él. Estamos obligados a soportarlo. Inspeccionan nuestros paracaídas. Llega un avión, montamos en el avión. El avión despega. En un determinado momento, el aparato está en el aire, todo el mundo ha empezado a cantar en el momento en que el avión se ha puesto en marcha, y todo el mundo se para de golpe. Cuando miras a los ojos de los que están enfrente, te das cuenta de que todos tienen algo en común, detrás de su miedo, detrás del hecho de que saben que son fascistas, saben que son unos completos cerdos, unos pobres tipos... Se siente que tienen algo en común, pero no se puede definir qué es exactamente. Quizá sea el hecho de que todos están en la misma situación que uno mismo, que van a ser obligados en su momento a salir por la puerta del avión. En un determinado momento nos dicen: "De pie, abróchense...". "De pie, abróchense" significa que hay que levantarse -estamos sentados-, hay que levantarse, abrocharse la correa de apertura automática, abrocharla al cable del avión y ponerse en una determinada posición respecto al de delante y al de atrás para salir de la mejor manera posible. Y en ese momento todo se vuelve muy complicado: no conseguimos levantarnos. En fin, yo no consigo levantarme. No sé que sucede exactamente, qué ocurre, me fallan las piernas, tengo la impresión de que voy a abandonar, de que voy a perder por completo mi coraje, de que voy a ser absolutamente incapaz de hacer ese gesto que no significa absolutamente nada, como es levantarse, coger la hebilla del paracaídas, abrocharla a la correa, después saltar, en fin, avanzar, prepararme..., pues bien ¡no puedo! En ese momento hay una duda. Es exactamente como si todo quedara en entredicho.

Es en ese momento cuando se plantea el problema de la elección. exactamente el problema de la vida. En ese momento sé que me va a hacer falta comenzar a tener confianza en cosas que me son completamente extrañas. Que va a ser preciso comenzar a asumir plenamente, de manera definitiva, mi situación: el hecho de ser paracaidista, de tener un casco en la cabeza, de que tengo un paracaídas en la espalda y un paracaídas en el vientre, y de que todo eso pese quince kilos, que es muy pesado, que me zumban los oídos porque acabo de subir cuatrocientos metros en veinte segundos, que el avión va deprisa, que todos aquellos que miro, toda la gente que miro, tiene miedo, ¡y que yo también siento ese miedo que me crispa y me impide levantarme! Y, sin embargo, todo el mundo se levanta de una vez. Todo el mundo se levanta y no pasa nada. Estamos apelotonados. La gente que nos va a hacer saltar, que son los monitores, los lanzadores, comprueban que las correas de apertura automática y los paracaídas funcionan correctamente. Siempre está todo correcto. Y en un determinado momento suena una sirena. Justo al sonar la sirena, comenzamos a saltar. En general, quiero decir, de manera general, uno nunca es el primero en saltar. Yo cuento esto porque en aquel momento no fui el primero en saltar. Tampoco era mi primer salto. Tampoco, el comienzo de todo. Era sencillamente una repetición. Era la quinta, o la sexta, o la séptima vez que hacía un gesto que me era familiar, que hacía gestos que me eran familiares, que volvía a empezar algo que ya conocía. Eso no impedía que el miedo fuese siempre el mismo. Era mucho más grande aún en la medida que sabía lo que venía después. Y en el momento en que empieza a sonar la sirena, los primeros, los que están en primer lugar, saltan. Yo ya fui el primero en un salto, pero eso es otra historia... Y en ese momento todo el mundo comienza a avanzar. Y a medida que avanzamos, se pierde poco a poco la conciencia. Lo único que queda es la voluntad, la voluntad de acabar con ese marasmo, toda esa pesadez, toda esa dificultad de estar con un paracaídas de quince kilos a la espalda y en el vientre, toda esa dificultad para caminar, el estar apretados como sardinas... todos tenemos prisa, mucha prisa por salir. Y salimos muy deprisa. Y en un momento determinado te encuentras en el vacío. Ye encuentras ante una puerta y, cuatrocientos metros más abajo..., cuatrocientos metros más abajo está la tierra, es decir, nada. No hay nada ante nosotros. Y hay que lanzarse. Es de ese momento de lo que me gustaría hablar, por eso les cuento esta historia: es porque hay un cierto momento en el que estamos en presencia de un..., no es que estemos en presencia de un peligro, es que hay que tener confianza en algo cueste lo que cueste. de hecho, ni siquiera sé ya por qué les cuento esta historia, pero eso no tiene mucha importancia. Hay que tener confianza en el paracaídas cueste lo que cueste, hay que decirse que sí, que va a suceder lo siguiente, que es la CCAA, la correa de apertura automática, se va a desplegar, después el paracaídas va a abrirse y las cuerdas van a aflojarse, van a desenrollarse, y luego va a abrirse por completo el paracaídas, que uno va a ver esa corola formidable delante y va a ser formidable, uno queda sostenido, desciende a una velocidad realmente limitada hasta el suelo, aterriza, y después termina todo, habré llegado a seis saltos en ves de cinco, o a ocho en lugar de siete... Y, en un momento dado, uno duda. Es realmente más fuerte que uno. Se pregunta..., en fin, no, no es uno, soy yo. Siempre me he preguntado por qué he saltado. En primer lugar, al principio eso no me planteaba ningún problema; había aceptado, estaba destinado a los paracaidistas y allí fui, aunque podía tener otras maneras de no ir, por mi situación privada, digamos... Acepté ir porque tenía la impresión de que experimentaría algo nuevo. Le querría, decir, Duvignaud, que me sorprendió mucho el día en que Clara Malraux me dijo que el salto en paracaídas equivalía a un psicoanálisis... ¡Para mí, había sido efectivamente una forma de humor muy especial!

En fin, creo que no es exactamente eso. Creo que el psicoanálisis me había aportado algo completamente diferente. Que no se trataba en absoluto de la misma cosa. Aquí se trataba realmente de la confianza. Era realmente el optimismo que comenzaba, en fin que se hacía absolutamente necesario, era verdaderamente la confianza en la vida. Me parece que... En fin, ya me conocen desde hace tiempo suficiente como para saber que lo que he dicho esta tarde, por ejemplo, lo que les he dicho desde que volví de París, desde el mes de noviembre, es completamente diferente de lo que pensaba antes de partir para el servicio militar. Me parece que eso no es totalmente indiferente, que hay a pesar de todo una relación común, que hay a pesar de todo una relación posible con el hecho de estar obligado a tener confianza a toda costa y de ser imposible de rechazar nada, de no ser posible... negar, no ser posible refugiarse por ejemplo en el nihilismo, o incluso en el intelectualismo, ¡que ni siquiera sea ya posible intelectualizar! Está uno frente al vacío, y de repente tiene que lanzarse. De golpe hay que superar el miedo, de golpe hay que rechazar abandonar. Y después..., después hay que lanzarse. He saltado trece veces, y trece veces me he lanzado. Trece veces he tenido ganas de abandonar, he tenido ganas de decirme: "Bueno, no merece la pena; después de todo, si rehúso ahora, bueno, me licencian, eso no tiene importancia de ningún tipo, puedo rajarme". No era eso exactamente... Creo que si alguna vez tuve la intención, o la sensación de ser... quiero decir: valiente -pero no en el sentido banal, en el sentido habitual, en el sentido de la superación continua...-, fue en ese acto absolutamente gratuito de lanzarse al vacío a cuatrocientos metros, ese acto con resonancias... resonancias fascistas. Verdaderamente: resonancias fascistas. Porque el hecho de ser paracaidista no quiere decir cualquier cosa. Quiere decir vivir en un medio que es un medio compuesto de tipos que sólo pretenden una cosa: destruir continuamente la República. Bueno, en fin, ya se sabe lo que fue la Argelia de los coroneles. Pues bien, había que saltar igualmente, porque si no lo hubiera hecho no creo que pudiera estar aquí esta tarde. hacía falta que me lanzara al vacío a toda costa, que aceptara a toda costa esa dificultad, que ahora relaciono con las dificultades en días venideros, que relaciono con la situación... quizá porque soy un intelectual, porque me veo llevado siempre a hacer relaciones un poco especiales... Era absolutamente necesario lanzarse. No era posible hacer otra cosa. Era necesario saltar, necesario lanzarse para persuadirse de que eso podría quizá tener sentido, que quizá podría tener una repercusión que uno mismo ignorase incluso. En el plano absolutamente individual, para mí, aquello tuvo resonancias absolutamente incontestables: que antes de 1958 no consiguiera aceptarme y que ahora lo consiga constantemente, continuamente, que no llegase a definirme y que ahora sea completamente capaz, y que eso no me plantee ya ningún problema de hecho. Era también importante desde un punto de vista más general: la razón por la que estamos aquí es que, más o menos, todos participamos en una revista, y una revista que se espera, que se está esperando que salga desde hace dos años... Es sólo una impresión personal: creo que es preciso lanzarla, que acepte saltar. Es todo.


Georges Perec

Nací. Textos de la memoria y el olvido.