16.12.22

 

Procesión, 1400. Taller de Rogier van der Weyden



Me refiero al siglo XV, una época en la que se formaliza, ya sin retorno, la necesidad de escindirse de la realidad para crear una propia, que también defraudará. Lo moderno es, en parte, esta continua forja de universos personales y la inherente desilusión que sigue tras comprobar su precariedad.


Una vez escribí que el canto es la parte alta del mundo, la metáfora de lo que hablamos a pie de calle, una manera de admitir que en nosotros siempre queda un resto del pasado. Cantar, en cierto modo, es conceder que tuvimos un paisaje, una región, que, sin darnos cuenta, hemos perdido. Quien sospecha que el canto consiste en la deuda de haberse alejado entenderá por qué la voz va e pos de lo que reconoce. Una canción está hecha de consentimientos, de cautelas, de aquella sonoridad que un día se apagó en lo que creíamos había transcurrido y que, de pronto, se recobra.

El que decide cantar distingue pronto el dolor ajeno y lo restaña, hace del momento un universo exacto, el instante en que los seres se imaginan a resguardo del tiempo.


Luigi Nono decía en La nostalgia del futuro que el músico se metamorfosea en el ser errante de un espacio que él mismo ha creado. Y llevaba razón.


La resonancia, la vibración que cruza una nave arquitectónica o la bóveda de un paladar son la prueba de que lo interior vive consonante con aquello que, de un modo u otro, y no sabemos en qué momento, se nos ha dicho y hemos olvidado: la superposición de mundos e imágenes, los pliegues que conforman la conciencia, el azar, su repentino desdoblamiento, por el que se percibe la multiplicidad, el acorde que cuestiona el uno que creemos ser.


La tarea de los antiguos compositores y de los cantores fue, en cierta medida y por contradictorio que parezca, convertirse en los custodios de un silencio frente a algo que se desgaja y ensordecía a las puertas de una época cada vez más ruidosa y enfebrecida en sus ganancias y conquistas.


El contrapunto vino expresado por una simultaneidad de melodías definidas e independientes, tan ricas en su conjunción que podríamos hablar de una asombrosa música arquitectónica. La sensación de espacialidad conseguida por el nuevo arte fue tan acentuada y sorprendente que, por primera vez, se hizo posible "entrar" físicamente en ese tejido de sonoridades, como si cruzásemos el umbral para acceder al interior de un edificio.

Existe, también en la música, un interior y un exterior. Recogimiento y cosmos.

Aquella envolvente conjugación de voces y su efecto tridimensional no en vano coincide con la aparición de la perspectiva lineal elaborada por Brunelleschi, que subyugó a los artistas más dotados, como el malogrado Masaccio, el también innovador Domenico Veneziano, y, por supuesto, Piero della Francesca, que murió el mismo día en que Colón puso el pie en tierra americana. Otro pintor al que vuelvo siempre, Paolo Ucello, llegó a obsesionarse hasta tan punto con esta scoperta que decidió dejar a un lado la pintura para entregarse en cuerpo y alma a la especulación de la técnica de ese conjunto de líneas que parten de un punto de fuga desde el que conseguir, así lo entendía Ucello, un presente más real.


Inconformes, deseamos que la realidad ofrezca más. No aprendemos, por eso se lo exigimos. Es una de las causas de la infelicidad. Pese a ello, en el terreno de la creación, el descontento del artista es un incentivo, o por mejor decir: es una semilla. La mentalidad de aquellos compositores centrados en la búsqueda de un efecto volumétrico estaba instigada por un anhelo de veracidad, por el estímulo de una sensación, lo más auténtica posible, de entrada en lo real, tan propia del que piensa que lo ha hecho suyo.

El prestigio que hoy ha alcanzado la virtualidad tiene que ver, en parte, con aquella apropiación espacial que buscaba un mundo en el mundo.

Si la música fue habitable, por continuar con la metáfora, se debió a que los compositores llegaron a elaborar una idea de armonía desconocida hasta entonces. Decir armonía -no en el sentido que adquirió más tarde- equivalía a posibilitar esa tercera dimensión y a proponer un trato distinto a la composición polifónica, que ya no se detenía en el acorde, sino en una minuciosa y artesana relación de acordes que, a la manera de unos prismas giratorios, iban engranándose a lo largo de la partitura, como si se tratara del mazzocchio de Ucello o de las ingeniosas creaciones de Theo Jansen que hoy deambulan, insólitas, por las costas de Holanda.






Un cúmulo tan notable de pasado, por decirlo así, le facilitó el acceso a una polifonía "más geométrica, más perfilada y rítmica", y consiguió de este modo una sensación "multidimensional" del sonido. ¿Multidimensional? No es algo sorprendente. Ligeti ansiaba, como los maestros de antaño, bien lo sabemos, una sensación espacial, "una ilusión acústica que sugiere una profundidad de campo", que, si la música, por naturaleza, no posee, la simula y hace, con ello, que en el oído se produzca un "Trompe l´oeil auditivo". Esta trama de líneas tan bien trazada, tan meditada genera en la mente la percepción de una imagen "estereoscópica", como la llamó el músico húngaro.

Es costumbre señalar que los compositores del siglo XV ya habían empezado a pensar en el futuro. Pero el futuro, para ellos, era, sobre todo, la necesidad de decir.


Ramón Andrés

La bóveda y las voces