23.6.10
Frida Kahlo. Nueva York, 1939.
Frida Kahlo
Eran conocidos como el Elefante y la Mariposa, aunque su padre la llamaba "mi Paloma". Al morir, hace ya más de cuarenta años, dejó tras ella ciento cincuenta cuadros de pequeño formato, un tercio de los cuales han sido catalogados como autorretratos. Él era Diego Rivera; y ella, Frida Kahlo.
¡Frida Kahlo! Como todos los nombres legendarios suena a inventado, pero era su nombre real. En vida ya era una leyenda, tanto para el pequeño círculo de artistas mexicanos que la frecuentaba, como en París. Hoy es una leyenda en todo el mundo. Su historia ha sido contada una y mil veces, y siempre bien: por ella misma, por Diego, y posteriormente por muchos otros. La poliomelitis que sufrió de niña, el accidente de autobús que la dejó horriblemente tullida años después, su relación con Diego Rivera, quien la introdujo en la pintura y el comunismo, su pasión, su matrimonio, su divorcio, su nuevo matrimonio, su aventura amorosa con Trovsky, su odio a los gringos, la amputación de la pierna, su probable suicidio para escapar al dolor, su belleza, su sensualidad, su humor, su soledad.
Paul Leduc Roseinweig hizo una extraordinaria película basada en su vida. Le Clezio escribió una novela muy hermosa titulada Diego y Frida. El prólogo de Carlos Fuentes a sus diarios es fascinante. Y hay una cantidad ingente de ensayos dedicados a su obra pictórica y sus relaciones con el arte popular mexicano, con el surrealismo, el comunismo o el feminismo. Pero acabo de ver algo, algo que sólo se ve cuando contemplas sus obras originales, no las reproducciones. Tal vez, es una cosa tan sencilla, tan obvia, que la gente la da por supuesto. En cualquier caso nadie habla de eso. Por eso me he puesto a escribir.
Algunos de sus cuadros son lienzos, pero la gran mayoría son obras sobre metal o sobre masonita, un tipo de conglomerado de madera que es tan liso como el metal. Por fina que fuera la trama del lienzo, siempre parecía ofrecer resistencia y distraer su visión, con el resultado de que las pinceladas y los contornos dibujados son demasiado decorativos, demasiado plásticos, demasiado públicos, demasiado épicos, demasiado semejantes, aunque siempre distintos, a la obra del Elefante. Para que su visión permaneciera intacta necesitaba pintar en una superficie tan lisa como la piel.
Incluso en los días en que el dolor o la enfermedad la obligaban a guardar cama, se pasaba varias horas de la mañana aseándose, arreglándose. Todas las mañanas, decía, me visto para el Paraíso. Es fácil imaginarse su cara en el espejo, con esas cejas que se juntaban naturalmente y que ella acentuaba con el lápiz de kohl y transformaba en un paréntesis negro para sus indescriptibles ojos. (Unos ojos que sólo se pueden recordar cerrando los propios.)
De forma semejante, cuando pintaba sus cuadros, era como si estuviera dibujando, pintando o escribiendo sobre su propia piel. De haber sido así, habría habido una doble sensibilidad, porque la superficie también sentiría lo que la mano trazaba sobre ella, y los nervios de ambas conducirían al mismo córtex cerebral. Cuando Frida pintaba un autorretrato con un pequeño retrato de Diego inscrito en la piel de su propia frente y en la de éste unojo, seguramente estaba confesando, entre otras cosas, este sueño. En cuanto se transformó plenamente en la pintora Frida Kahlo, todas las imágenes creadas por sus pequeños pinceles, finos como pestañas, y con sus meticulosas pinceladas, aspiraban a la sensibilidad de su propia piel. Una sensibilidad agudizada por el deseo y exacerbada por el dolor.
Ese simbolismo corpóreo que utilizaba cuando pintaba corazones, úteros, glándulas mamarias, columnas vertebrales, a fin de expresar sus sentimientos y anhelos ontológicos, ha sido señalado y comentado en múltiples ocasiones. Lo hacía como sólo una mujer puede hacerlo, y como nadie lo había hecho nunca. (Aunque Diego, a su manera, también utilizó en ocasiones un simbolismo similar.) Sin embargo, es esencial añadir aquí que sin su especial método pictórico, todos esos símbolos no hubieran pasado de ser curiosidades surrealistas. Y su especial método pictórico tenía que ver con el sentido del tacto, con un doble sentido del tacto: el de la mano y el de la superficie que actúa de piel.
Observemos su manera de pintar el pelo o el vello, ya sea el de los brazos de sus monos o el suyo propio en el nacimiento del cabello en la frente, o en las mejillas. Cada marca dejada por el pincel parece crecer como el pelo en los poros de la piel. El gesto y la sustancia son inseparables. Las gotas de leche que manan de un pezón, las gotas de sangre que salen de una herida o las lágrimas que vierten los ojos en otros cuadros, tienen la misma identidad corpórea, es decir, la gota de pintura no describe el fluido corporal, sino que parece ser su doble. En un cuadro denominado Columna rota, su cuerpo aparece asaeteado de clavos, y el espectador tiene la impresión de que ha ido tomando una a una las puntas que tenía agarradas entre los dientes y se las ha ido clavando con el martillo. Lo que hace únicas sus obras es su agudizado sentido del tacto.
Y así hemos llegado a la paradoja. ¿Cómo puede ser que una pintora tan obsesionada por su propia imagen no llegue nunca a ser narcisista? Mucha gente ha tratado de explicárselo citando a Van Gogh o a Rembrandt, quienes pintaron numerosos autorretratos. Pero la comparación es demasiado fácil, y falsa.
Es necesario volver al dolor y a la perspectiva desde la que lo observaba Frida cuando sentía cierto alivio. La capacidad de sentir dolor es la primera condición de los seres sensibles. La sensibilidad de su cuerpo tullido la hacía consciente de la piel de todos los seres vivos: de la de los árboles, las frutas, el agua, los pájaros y, naturalmente, de la de las demás mujeres y hombres. Y así, al pintar su propia imagen como si lo hiciera sobre su propia piel, habla de todo el mundo sensible.
Ciertos críticos opinan que la obra de Francis Bacon tiene mucho que ver con ese dolor. En su arte, sin embargo, el dolor se ve como a través de una pantalla, como las sábanas sucias vistas a través del cristal redondo de una lavadora. La obra de Frida Kahlo es lo opuesto a la de Bacon. En la de ella no hay pantalla alguna; Frida se acerca, procede con sus delicados dedos, puntada a puntada, no para coser un vestido, sino para cerrar una herida. Su arte le habla al dolor, la boca pegada a la piel del dolor, y le habla sobre la sensibilidad y su deseo y su crueldad y sus apodos íntimos.
Una intimidad similar con el dolor se puede encontrar en la poesía del gran poeta argentino Juan Gelman.
(...) esa mujer pide limosna en un crepúsculo de ollas
que lava con furor / con sangre / con olvido /
encenderla es como poner en la vitriola un disco de gardel /
caen calles de fuego de su barrio irrompible
y una mujer y un hombre que caminan atados
al delantal de penas con que se pone a lavar /
igual que mi madre lavando pisos cada día /
para que el día tenga una perla en los pies /
La mayor parte de la poesía de Gelman fue escrita en el exilio en las décadas de 1970 y 1980, y la mayoría trata de los compañeros, unos compañeros entre los cuales se incluyen su hijo y su nuera, a quienes la Junta hizo desaparecer. Es una poesía en la que los mártires regresan y comparten el dolor de quienes los lloran. Su tiempo está fuera del tiempo, en un lugar donde los dolores se encuentran y bailan, y quienes sufren conciertan sus citas con lo que han perdido. El futuro y el pasado están excluidos de ella, por absurdos; sólo está el presente, sólo la inmensa modestia del presente que lo afirma todo, salvo las mentiras.
Los versos en los poemas de German suelen estar puntuados con barras, que de alguna manera recuerdan el ritmo del tango. Pero las barras recuerdan también unos silencios que niegan la entrada a toda mentira. (Son la antítesis visible de la censura, que se impone invariablemente a fin de defender un sistema de mentiras.) Sirven para recordar lo que descubre el dolor y ni siquiera el dolor puede decir.
¿oiste / corazón? / nos vamos
con la derrota a otra parte /
con este animal a otra parte /
los muertos a otra parte /
Que no hagan ruido / callados como están / ni
se oiga el silencio de sus huesos /
sus huesos son animalitos de ojos azules /
se sientan mansos a la mesa /
rozan dolores sin querer /
no dicen una sola palabra de sus balazos /
tienen una estrella de oro y una luna en la boca /
aparecen en la boca de los que amaron /
Esos poemas nos ayudan a ver algo más en la pintura de Frida Kahlo, algo que la separa claramente de la de Rivera o de la de cualquiera de sus contemporáneos mexicanos. Rivera situaba sus figuras en un espacio que había dominado y que pertenecía al futuro; las situaba allí como si fueran monumentos: estaban pintadas para el futuro. Y el futuro (aunque no el que él se imaginaba) ha llegado y se ha ido, y las figuras se han quedado atrás, solas. En las pinturas de Kahlo no había futuro, sólo un presente inmensamente modesto que lo afirmaba todo y al que regresan momentáneamente las cosas pintadas mientras las miramos, unas cosas que ya eran recuerdos antes de ser pintadas, recuerdos de la piel.
De modo que volvemos al sencillo acto en el que Frida aplicaba pigmento a las lisas superficies sobre las que pintaba. Acostada en la cama o sentada en una silla, contraída, un diminuto pincel en la mano profusamente ensortijada, recordaba lo que había tocado, lo que estaba allí antes de la pintura. Pintaba como nadie, por ejemplo, el tacto de la madera pulida de un suelo entarimado, la textura de la goma de las ruedas de su silla, la sensación esponjosa del plumón de pollo o la superficie cristalina de la piedra. Y esta discreta habilidad, pues era discreta, se debía a lo que he denominado su doble sentido del tacto: la consecuencia de imaginarse que estaba pintando sobre su propia piel.
Hay un autorretrato (1943) en el cual está tumbada en un apisaje rocoso y en el cuerpo le crece una planta cuyos nervios se juntan con sus venas. Detrás de ella , unas rocas planas se extienden hasta el horizonte, como si fueran las olas de un mar petrificado. Sin embargo, a lo que realmente se parecen esas rocas es a lo que ella habría sentido en la piel de la espalda y las piernas si hubiera estado echada sobre ellas. Frida Kahlo pegaba la mejilla a todo lo que representaba.
El hecho de que se convirtiera en una leyenda se debe en aprte a que en la edad oscura que nos ha tocado vivir hoy bajo el nuevo orden mundial, compartir el dolor es una condición especial para volver a encontrar la dignidad y la esperanza. Cuando el dolor es mucho no se puede compartir. Pero sí se puede compartir el deseo de compartirlo. Y en esa forma de compartir inevitablemente inadecuada reside la resistencia.
Volvamos a escuchar a Gelman:
La esperanza fracasa muchas veces, el dolor jamás. por eso algunos creen que más vale dolor conocido que dolor por conocer. creen que la esperanza es una ilusión. son los ilusos del dolor.
Kahlo no se engañaba. Cruzado en su último cuadro, muy poco antes de morir, escribió: Viva la Vida.
John Berger
El tamaño de una bolsa