7.11.10




Los mil jardines

Un sendero de losas irregulares corre a todo lo largo de toda la villa imperial de Katsura. A diferencia de otros jardines de Kioto hechos para la contemplación inmóvil, aquí la armonía interior se alcanza siguiendo paso a paso el sendero y pasando revista a las imágenes que se presentan a la mirada. Si en otras partes el sendero es sólo un  medio y los lugares a los que lleva son los que hablan a la mente, aquí el recorrido es la razón esencial del jardín, el hilo de su discurso, la frase que da significado a cada una de sus palabras.
Pero ¿qué significados? De este lado de la verja el sendero está hecho de losas lisas y del otro lado de guijos rústicos: ¿es el contraste entre la civilización y la naturaleza? Allá el sendero se bifurca en un brazo recto y otro torcido; el primero se bloquea en su punto muerto, el segundo continúa: ¿es una lección sobre el modo de moverse en el mundo? Cualquier interpretación es insatisfactoria; si hay un mensaje, es el que recoje en las sensaciones y las cosas sin traducirlo a palabras. Las piedras que afloran entre el musgo son chatas, separadas una de otra, dispuestas a la distancia justa para que el que camina encuentre siempre a cada paso una debajo de su pie; y justamente en la medida en que obedecen a la dimensión de los pasos, las piedras dirigen los movimientos del hombre en marcha, lo obligan a un andar calmo y uniforme, guían el recorrido y los descansos.
Cada piedra corresponde a un paso, y a cada paso corresponde un paisaje estudiado en todos sus detalles, como un cuadro; el jardín está dispuesto de modo que de un paso a otro la mirada encuentre perspectivas diferentes, una armonía distinta en las distancias que separan el seto, la lámpara, el arce, el puente curvo, el arroyuelo. A lo largo del recorrido el escenario cambia totalmente muchas veces, desde el follaje espeso hasta la vegetación rala sembrada de rocas, desde el lago con cascada hasta el lago de aguas muertas; y cada escenario a su vez se descompone en escorzos que toman forma apenas uno se desplaza: el jardín se multiplica en innumerables jardines.
La mente humana posee un misterioso mecanismo capaz de convencernos de que esa piedra siempre la misma piedra, aunque su imagen -por poco que desplacemos nuestra mirada- cambie de forma, de dimensiones, de colores, de contornos. Cada fragmento singular y limitado del universo se despliega en una multiplicidad infinita: basta girar en torno a esa linterna de piedra y se transforma en una infinidad de linternas de piedra; el poliedro perforado, manchado de líquenes, se desdobla, se cuadriplica, se sextuplica, se convierte en un objeto completamente diferente según el lado que se encuentre bajo tu mirada, según te acerques o te alejes de ella.
Las metamorfosis que genera el espacio se añaden a las que genera el tiempo: el jardín -cada uno de los infinitos jardines- cambia con el paso de las horas, de las estaciones, de las nubes en el cielo. Los emperadores que idearon Katsura dispusieron tarimas de cañas de bambú para asistir en abril al florecimiento del melocotón, o el enrojecer de las hojas de los arces en noviembre; construyeron cuatro pabellones de té, uno por estación, que daban cada uno a un paisaje ideal en cierto momento del año; cada paisaje ideal de una estación tiene una hora del día o de la noche que es un momento ideal. Pero las estaciones son cuatro y las horas giran entremediodía y medianoche. El tiempo con sus retornos aleja la idea del infinito: es un calendario de momentos ejemplares que se repiten cíclicamente y que el jardín trata de fijaren cierto número de lugares.
¿Y el espacio, entonces? Si hay una correspondencia entre los puntos de vista y los pasos, si cada vez que se adelanta el pie derecho o izquierdo a la piedra siguiente se abre una perspectiva establecida por quien proyectó el jardín, entonces la infinitud de los puntos de vista se restringe a un número finito de vistas, cada una separada de la que le precede y de la que le sigue, caracterizada por elementos que la distinguen de las otras, una serie de modelos precisos que responden cada uno a una necesidad y a una intención. El sendero es eso: un dispositivo para multiplicar el jardín, ciertamente, pero también para sustraerlo al vértigo del infinito: las piedras lisas que componen el sendero de la villa Katsura son 1.716 -esta cifra que encontré en un libro, me parece verosímil, calculando dos piedras cada medio metro para una longitud total de media milla-; por lo tanto el jardín se recorre en 1.716 pasos y se lo contempla desde 1.716 puntos de vista. No hay razón para dejarse ganar por la angustia: el epnacho de bambú se puede ver desde cierto número de perspectivas diferentes, ni más ni menos, variando el claroscuro entre los tallos ya más espaciados, ya más espesos, experimentando sensaciones y sentimientos distintos a cada paso, una multiplicidad de la que ahora creo poder adueñarme sin quedar abrumado por ella.
Caminar presupone que a cada paso el mundo cambia en algunos de sus aspectos y también que algo cambia en nosotros. Por ese motivo los antiguos maestros de la ceremonia del té decidieron que para lleguar al pabellón donde se servirá el té, el invitado debe recorrer un sendero, detenerse en un banco, mirar los árboles, atravesar una verja, lavarse las manos en una pila excavada en una roca, seguir el camino trazado por las piedras lisas hasta la sencilla cabaña que es el pabellón del té, hasta su puerta muy baja donde todos deben inclinarse para entrar. En la sala, únicamente esteras en el suelo, un banquito con taza y tetera de finísima factura, un nicho en la pared -el tokonoma- donde se expone un objeto exquisito, o un vaso con ramas en flor, o una pintura, o una hoja donde se han trazado caligramas. Limitando el número de cosas en trono a nosotros se nos prepara para acoger la idea de un mundo infinito más grande. El universo es un equilibrio de llenos y vacíos. Al verter el té espumante las palabras y los gestos deben tener en torno espacio y silencio, pero también la sensación del recogimiento, del límite.
El arte del más grande maestro de la ceremonia del té, Sen-no Rikyu (1521-1591), siempre inspirado en la máxima simplicidad, se expresó también en el proyecto del jardín que rodea las casas del té y los templos. Los sucesos interiores se presentan a la conciencia a través de movimientos físicos, gestos, recorridos, sensaciones inesperadas.
Un templo cerca de Osaka tenía una vista maravillosa sobre el mar. Rikyu hizo plantar dos setos que ocultaban totalmente el paisaje, y al lado mandó colocar un pileta de piedra. Sólo cuando el visitante se inclinaba para tomar el agua en el hueco de las manos, su mirada encontraba la mirilla oblicua entre los dos setos, y se le abría la vista del mar ilimitado.
La idea de Rikyu probablemente era ésta: al inclinarse sobre la pileta y ver la propia imagen achicada en el limitado espejo del agua, el hombre consideraba la propia pequeñez; después, apenas alzaba la cara para beber de la mano, lo capturaba el resplandor de la inmensidad marina y cobraba conciencia de que era parte del universo infinito. Pero son cosas que cuando se las quiere explicar demasiao se malogran; a quien le interrogaba sobre el porqué del seto, Rikyu se limitaba a citar los versos del poeta Sogi:

Aquí, un poco de agua.
Allá entre los árboles
el mar.

("Umi sukoschi / Niwa ni izumi no / Ko no ma ka na")


Italo Calvino
Colección de arena