Cabo da Roca, Portugal.
Aquella tarde, en Southwold, sentado en aquel punto frente al océano alemán, me pareció sentir claramente el lento girar del mundo sobre sí mismo en la oscuridad. En América, decía Thomas Browne en su tratado sobre los enterramientos de urnas, los cazadores se levantan cuando los persas se sumergen en el sueño más profundo. Como la cola de un vestido, las sombras de la noche se arrastran sobre la tierra, y, continúa diciendo, dado que tras la caída del sol se acuesta casi todo lo que habita en el espacio intermedio entre dos cinturones terráqueos, se podría contemplar, siempre acompañando al sol poniente, la esfera que habitamos llena de cuerpos extendidos, como si hubieran sido derribados y cosechados por la guadaña de Saturno —el cementerio infinito de una iglesia para una humanidad epiléptica—. Estuve mirando en la lejanía, hacia el mar, allí donde la oscuridad se tornaba más espesa y donde, apenas apreciable, se extendía un banco de nubes con una forma muy extraña, la otra cara de la tormenta que por la tarde se había precipitado sobre Southwold. Las cumbres más elevadas de esta montaña color tinta continuaron resplandeciendo como los campos helados del Cáucaso, y mientras las veía extinguirse lentamente se me ocurrió que una vez, hacía años, en sueños, había caminado a lo largo de toda una cordillera igual de extraña y distante. Tuvo que haber sido un trecho de más de seiscientos kilómetros a través de despeñaderos, gargantas y valles, por collados, laderas y corrientes, por la linde de grandes bosques, por campos pedregosos, piedra picada y nieve. Y recordé que en mi sueño, al final del camino, eché una mirada hacia atrás y eran justo las seis de la tarde. Las cumbres dentadas de las montañas de las que había salido se destacaban con una nitidez sorprendentemente angustiosa de un cielo teñido de azul turquesa, en el que se suspendían dos o tres nubes rosáceas. Me resultaba una imagen de una familiaridad insondable que no se me fue de la cabeza durante semanas. Acabé siendo consciente de que coincidía, hasta el último detalle, con la imagen del macizo de Vallüla que había visto desde el ómnibus un par de días antes de mi es-colarización, al regresar, por la tarde, de una excursión al Montafon en un estado de agotamiento absoluto. Probablemente son recuerdos soterrados que generan la curiosa suprarrealidad que se ve en los sueños. Pero tal vez sea algo diferente, algo nebuloso y misterioso, a través de lo que, en sueños, paradójicamente, todo aparece con mucha mayor claridad. Un poco de agua se convierte en un lago, un soplo de viento en una tormenta, un puñado de polvo en un desierto, un pequeño grano de azufre en la sangre en un fuego volcánico. ¿Qué clase de teatro es éste en que somos escritores, actores, tramoyistas, escenógrafos y público, todo en uno? En la travesía de los espacios oníricos, ¿hace falta más o menos entendimiento del que uno se lleva consigo a la cama?
Los anillos de Saturno
W. G. Sebald