15.11.11


La crucifixión, Retablo del altar Isenheim, 1505. Matthias Grünewald


En la Crucifixión de Basilea de 1505,
detrás del grupo de dolientes se extiende
un paisaje que llega tan lejos al fondo
que nuestros ojos no bastan para limitarlo.
Una parcela de tierra parda quemada
cuyo contorno, como la cabeza de una ballena
o del Leviatán de fauces abiertas,
devora las llanuras del pasto verde pálido
y las superficies de aguas pantanosas
y relucientes. Sobre ellas, proscritas tras
el poco a poco cada vez más sombrío y oscuro
horizonte,
se alzan las colinas de la prehistoria
de la Pasión, se ve la puerta
del huerto de Getsemaní, la aparición
de los esbirros y la figura de Cristo arrodillado,
tan reducida, que en la fuga
del espacio se siente
la huida precipitada del tiempo.
Probablemente, Grünewald
pintó del natural y recordó
el catastrófico oscurecimiento,
el último rastro de luz venido
del más allá, porque el año 1502,
cuando trabajaba en Bindlach, bajo la Fichtelgebirge,
en la creación del altar de Lindenhardt,
la sombra de la luna se deslizó el primero de octubre
por la Europa oriental, desde el sur de Polonia
sobre Lausitz, Bohemia y Mecklenburgo,
y Grünewald, que estaba en contacto frecuente
con Johann Indagine, astrólogo de la Corte de
Ashaffenburgo,
habrá viajado para ver el acontecimiento del siglo,
por muchos esperado con gran miedo, del eclipse de
sol
y sido testigo de la secreta enfermedad del mundo,
en la que un fantasmal crepúsculo
se derramó en pleno día como un desmayo,
y en la bóveda del cielo,
sobre los bancos de niebla y las paredes
de nubes, sobre un azul frío
y pesado, surgió un rojo vivo y
por todas partes vagaron colores como nunca
habían visto sus ojos y el pintor nunca pudo
apartar ya de su memoria.
Esos colores se despliegan como el reverso
del espectro en otra consistencia
del aire, cuya ausencia de oxígeno nos promete ya,
en la falta de aliento de las figuras
del panel central de Isenheim,
la muerte por asfixia, después de la cual viene
el paisaje montañoso del llanto,
en el que Grünewald, con mirada patética
hacia el futuro, prefigura un desconocido
planeta, con colores de cal
tras el río negroazulado.
Aquí está pintada, en grave deterioro
y desolación, la herencia del desgaste
que carcome al final hasta las piedras.
Al contemplarlo me parece
la era glacial, las torres de un blanco brillante
de la parte superiorde la Tentación,
la construcción de una metafísica
y un milagro de la nieve como
el del año 352, cuando,
en pleno verano,
nevó
en la colina Esquilina
de Roma.

W. G. Sebald
Del natural