No eran todavía las nueve y media cuando bajé en el ascensor. Me acordé del cristiano señor Kostert que todavía me debía la botella de aguardiente y la diferencia entre un billete de primera y uno de segunda. Le mandaría una postal sin franqueo, atizándole la conciencia. Además tenía que mandarme el resguardo del equipaje. Suerte que no me crucé con mi hermosa vecina, la señora Grebsel. Hubiera tenido que darle explicaciones. Si me veía en la escalera de la estación, ya no hacía falta explicar nada.
Hacía frío fuera, un anochecer de marzo. Me subí el cuello de la chaqueta, me puse el sombrero, palpé en el bolsillo mi último cigarrillo. Me acordé de la botella de coñac, hubiera sido decorativa, pero un antídoto para la generosidad: era una marca cara y el corcho era característico. Con el almohadón bajo el brazo izquierdo y la guitarra bajo el derecho, me encaminé una ves más a la estación. Noté los primeros indicios de que estábamos en el momento del año que aquí llaman "de los locos". Un joven borracho y disfrazado de Fidel Castro quiso empujarme, pero le esquivé. En la escalera de la estación aguardaba un grupo de toreros y de mujeres con mantilla. Había olvidado que estábamos en carnaval. Tanto mejor. Un profesional entre aficionados. Puse el almohadón en el tercer peldaño, me senté, me quité el sombrero y coloqué dentro el pitillo, no del todo en el centro ni tampoco a un lado, como si lo hubieran dejado caer desde arriba, y me puse a cantar Dice el Papa Juan. Nadie se fijó en mí, ni tampoco me convenía: al cabo de dos, tres horas empezarían a fijarse. Me interrumpí al oír dentro los altavoces. Anunciaban la llegada de un tren de Hamburgo, y seguí cantando. Me sobresalté cuando cayó la primera moneda en el sombrero: era de diez pfennigs, y dio en el pitillo y lo desvió demasiado de mi lado. Volví a ponerlo en su sitio y seguí cantando.
Heinrich Böll
Opiniones de un payaso