Dibujos dactilares en el Techo de la Sala de los jeroglíficos. Pech merle, Cabrerets, Francia.
Según el magro pero severo discurso que la tradición atribuye al primero de los filósofos occidentales, todo comienza por el agua, el oleaje de un río circular llamado Océano. Podemos ver en ello las huellas de los grandes imperios fluviales en que la tierra ha sido ganada poco a poco a la feroz feracidad del Nilo, y también la tierra de las islas griegas que emerge de la profundidad del tiempo mítico como una Atlántida, volviendo a hundirse para siempre, al comenzar nuestra era, en el tópos imaginario de la conciencia infeliz de Europa. Pero según los mismos testimonios, esa profundidad del Océano tortuoso, Hades helado de putrefacción y densidad, es la profundidad de la Tierra, caverna insondable en la que se hunden sus raíces hasta la cueva originaria en que los ancestros de Hesíodo y Jenófanes enterraban a sus antepasados y depositaban los alimentos germinales que volvían a surgir cada primavera. La Tierra y el Mar, lo Seco y lo Húmedo, se entremezclan de este modo en la trampa que han construido, desde siempre y para nosotros, para que nosotros no cesemos de caer en ella, tanto los primeros pensadores como los primeros hombres: el problema infinito de cómo desecar la Tierra, cómo instituir un territorio sólido y firme sobre el que caminar, correr, bailar o asentarse, sustrayéndolo a la frialdad de lo Húmedo que señala a la vez la máxima distancia (un mundo de antes del mundo, pre-cósmico y a-político, sin dioses ni hombres), y la proximidad más aberrante (un orden en el que los dioses son hombres, los hombres fieras y las fieras, divinas).
(...) La profundidad de la Tierra comunica con la profundidad del Mar, porque ambas se sitúan a la mayor distancia posible del orto helíaco, en las sombras donde no llega la maldición del Astro Rey que fertiliza las plantas en una cocción pre-cultural y deseca los frutos refrescantes y crudos hasta convertirlos en perfumes aéreos que servirán de alimento a los dioses, en el punto de más profundidad desemejanza, donde las direcciones del espacio se entrecruzan e inercambian en un devenir ilimitado e inconmensurable, diabólica superficie de Möbius sin izquierda ni derecha, sin profundidad ni altura, sin fondo y sin bóveda celeste. Y se confunden, ambas profundidades, porque es de aquel fondo del que los pasos del hombre -danza o labor, surco o flecha, caza o fiesta- han de hacer emerger la superficie sobre la que vivir y caminar, el espacio con izquierda y derecha, orientado y cualitativo, que determina encuentros esenciales.
Un Espacio se construye con signos de un paisaje que determina a su ocupante como cazador o agricultor, muerto o vivo, carne o espíritu, agresor o agredido, hombre, animal o dios. La obra de arte humana se enfrenta al mismo problema que el animal territorial o el dios cosmogónico: ¿cómo hacer emerger la profundidad hastala superficie sin que todo se desbarate y se autoconsuma pero, también, sin que todo se congele y pierda su vida? (...) El espacio -interior de la cueva, hábitat versus naturaleza salvaje, superficie frágil versus oleaje indómito de las profundidades o ira de los cielos- sólo surge del Arte. Y surge dos veces: primero, como el resultado fortuito de la diseminación de signos sobre el terreno sin cultivar, silvestre; segundo, como efecto del paisaje presentido por esos signos e inventado por ellos. No, los hombres y los animales no se adaptan a su ambiente según un código inscrito en su memoria biológica: crean su propio ambiente y, como Artaud, nacen de sus obras.
Los etogramas rituales con los que los animales individuados semiotizan su territorio se convierten, en la especie humana, en formas inscritas en un registro mnemónico y colectivo, que consiste en una batería de signos sde una escritura primordial que se graba sobre la carne y sobre la tierra. El hecho de que estos signos entren en comunicación con la palabra no crea en ellos, en principio, ninguna diferencia crucial. Las palabras, desde entonces y hasta ahora, no han dejado de ser etogramas o estetogramas que tienen por función, no hablar del ser o del mundo, no comunicar al interlocutor emociones, creencias o sentimientos, sino estetografiar al adversario, tatuar el paisaje en la virtualidad de un Espacio, dibujar el rostro territorial del otro, la máscara ritual de los personajes que participan en la tragedia colectiva, distribuir los papeles y situar los decorados. Son intentos de reproducir un código labrado en una memoria perdida y olvidada desde un principio. Y se trata de un código formalmente tan completo que reserva, desde siempre, un lugar vacío, el suyo mismo, que sólo la obra de arte puede llenar. Porque el artista, como el pájaro que construye su nido o el primitivo que cava su cueva o su sepulcro, no puede rellenar ese Espacio sino es conjurando el caos con sus propios fragmentos, las runas del mundo como elementos que toma de su propio medio, de su historia, de la Historia y de las historias de la tribu.
Podemos pensar, sin duda con razón, que nuestro caos tiene poco que ver con el del neolítico o con el de la mitología antigua, que una memoria que alcanzase ese nudo focal es para nosotros, si no impensable, sí al menos insignificante. Pero es de nuevo un espejismo. Pues la manera en que el artista ocupa ese hueco no tiene nada que ver con la memoria concebida unilateralmente, como almacén de recuerdos y de un pasado más o menos revivible. El éxito del artista se consuma cuando consigue seducirnos con el pretexto de contarnos ese viejo relato que no cesa de contarse, el re-encuentro del hombre con la Tierra; embelesados con los paisajes, los rostros y los personajes de esa vieja historia, que no son vagamente conocidos por lo que a nosotros se nos ha transmitido en nuestras propias historias tribales (incluida la maraña de las historias de la tribu de los artistas), y que se suceden para complacernos, para hacernos sentir la cómoda tranquilidad de que, en el fondo, sólo se trata de esa vieja historia tantas veces contada y tan conocida, el artista consigue hacernos olvidar que es su propio relato, su propio lienzo el que está inventando ese tópos mítico y relacional, el que nos está tatuando en la piel de su Espacio plástico como una mirada cogida en la trampa de su propio reflejo. No es el artista que retorna al origen de la historia; no es el pintor que regresa a los orígenes de una mano salvaje sin divorcio de la materia flexible y resistente o a las fuentes de un ojo incontaminado de la epidemia alfabética; es la memoria amnésica que vuelve a crear en nosotros la ilusión de ese comienzo a partir del estado actual de nuestras ilusiones.
Ni sólo es cierto que todo Cromlech es una obra de arte, sino más bien que toda obra de arte es un Cromlech: una porción de espacio sustraída al espacio, un pedazo de tiempo arrancado a la historia. Las grandes piedras mudas devienen signos al delimitar un Espacio interior en el cual ya no rigen las mismas leyes del exterior, en el cual toda cosa se recubre de un disfraz que la precede y continúa, la nuncia y la sobrevive; un ritmo distinto del rtimo vicioso de las horas estacionales vibra en ese lugar; pulsación intensa por la que la Tierra llega a ser, no ya real, sino vivida y vivible, por la que el animal erectus construye la barca-Cromlech, la cueva móvil con la que agujerea el espacio y el tiempo, con la que perforará el ser para nacer, un día, de un abismo que no recuerda haber habitado jamás (pues es lo inhabitable), y hacia el cual la obra de arte constituye el camino más corto y difícil: porque, al estar dibujado sobre una superficie, se corre el riesgo de no verlo, de tomarlo por una ilusión óptica. Y se corre el riesgo, no menos frecuente, de tomarlo por algo más que una ilusión óptica, es decir, una "obra de arte".
José Luis Pardo
Sobre los espacios. Pintar, escribir, pensar.