9.7.24

Montagne Sainte-Victoire





En cierta ocasión, en medio de los colores me sentí como en mi elemento. Los matorrales, los árboles, las nubes del cielo, incluso el asfalto de la calle tenían un brillo que no era ni de la luz de aquel día ni de la estación del año. El mundo de la Naturaleza y el de las obras del hombre, el uno a través del otro, me depararon un momento de beatitud que conozco por las imágenes de la duermevela (sin embargo, sin este elemento amenazador que anuncia lo extremo o lo último) y al que se le ha llamado el nunc stans: momento de eternidad. Los matorrales eran retama amarilla; los árboles eran pinos aislados de color marrón; las nubes, a través de la niebla que se había posado sobre la tierra, aparecían con un color azulado; el cielo (el mismo cielo que Stifter aún podía poner de un modo tan sosegado y tranquilo en sus narraciones) era azul. Me había parado en la cima de una colina de la Route Paul Cézanne, que, en dirección al este, va de Aix-en-Provence al pueblo de Le Tholonet.


La observación de mi padrastro me resultó repulsiva inmediatamente. Pero ¿por qué en mi memoria ha quedado asociada al fresco marrón rojizo del huerto que aquel hombre terminaba de cavar?

Como sea, lo que ha quedado de aquel incidente ha sido el color de la tierra. Cuando ahora busco este momento ya no me veo como el joven de pocos años que era entonces sino como un ser atemporal, sin perfil, como mi yo deseado, metido completamente dentro del marrón rojizo, como dentro de una claridad gracias a la cual puedo comprenderme a mí mismo y también al soldado que era entonces. (Uno de los primeros recuerdos de Stifter eran las manchas oscuras que había en él. Más tarde supo «que eran bosques que había fuera». Ahora sus narraciones abren en mí una y otra vez zonas coloreadas en bosques cualesquiera).


En un relato que escribí cinco años antes, un paisaje, aunque era llano, se abovedaba y se acercaba tanto al protagonista que parecía expulsarlo de él. Sin embargo, el mundo de 1974 —un mundo completamente distinto, dilatado, cóncavo, que libraba de toda opresión y que pensaba en el cuerpo libremente— sigue estando ante mí como un descubrimiento que debo transmitir.


«Trasladarse con el sueño al interior de las cosas»: esta era desde hacía tiempo una máxima al escribir: representarse los objetos que hay que apresar, de tal modo que parezca que los estoy viendo en un sueño, con el convencimiento de que allí, y solo allí, es donde aparecen en su esencia. Entonces, en torno al que escribía estos objetos formaban una arboleda desde la cual este, y muchas veces solo forzado por la necesidad, volvía a encontrar una vida. Es cierto que repetidamente veía en las cosas algo esencial, pero esto no se podía transmitir a los demás; y cuando se empeñaba en fijarlo dejaba de estar seguro de sí mismo. No, los cuadros mágicos —ni los de los cipreses— no eran los verdaderos cuadros para mí. En su interior se encuentra una Nada, ajena totalmente a la paz, una nada a la que, por propia voluntad, no me gustaría volver jamás. Yo solo soy fuera, entre los colores del día.


Eran los trabajos de sus diez últimos años, una época en la que el pintor estaba tan cerca de la ansiada «realización» de cada uno de los objetos que pintaba, que los colores y las formas podían ya celebrar este objeto. («Entiendo por realidad y perfección una y la misma cosa», escribió el Filósofo). Y, sin embargo, en los cuadros no aparece ninguna luz suplementaria. Los objetos celebrados actúan por sus colores propios y hasta los paisajes luminosos forman un todo unitario que irradia oscuridad. Los campesinos anónimos de la Provenza de finales del siglo XIX, los protagonistas de los retratos están ahí, grandes, en primer plano y, al mismo tiempo, sin insignias especiales, reinan sobre un fondo de color de tierra que ellos poseen como si fuera su propio país.


Oscuridad, caminos, construcciones, fortalecimiento, trazo, ojos que se oscurecen: sí, era la conmoción. Y después de dos años de «estudio» incluso llega uno a encontrar una frase que corresponda a esto: el silencio de los cuadros actuaba aquí de un modo tan perfecto y total porque las líneas oscuras de una construcción fortalecían un rasgo- general a «cuya oscuridad» podía yo «pasar» (palabras del poeta) vivencia del salto con el que dos pares de ojos, distantes en el tiempo, se encontraban en la superficie de un cuadro.


«El cuadro empieza a temblar», anoté entonces. «Una liberación tal que puedo alabar y ensalzar a alguien».


La montaña se empieza a ver ya desde Le Tholonet. Es pelada y casi de un solo color; más un resplandor que un color. A veces uno puede confundir líneas de nubes con montañas de gran altura: aquí, por el contrario, a primera vista el brillo de la montaña da la impresión de ser un fenómeno celeste; a esto contribuye también el movimiento petrificado, como si no hubiera ocurrido antes de ningún tiempo, de los flancos de las rocas, que caen paralelamente, y de los plegamientos, que continúan horizontalmente en el zócalo. La montaña da la impresión de haber caído de arriba, de la atmósfera casi monocolor, como un fluido que luego se hubiera solidificado aquí en forma de pequeño macizo cósmico.

Por lo demás, muchas veces, en las superficies lejanas es posible observar fenómenos peculiares: estos últimos planos, a pesar de carecer de forma, cambian así que, por ejemplo, un pájaro levanta el vuelo por el tramo vacío que hay entre nosotros y ellos. Las superficies se alejan y además toman forma de un modo claramente perceptible; y el aire que hay entre los ojos y ellas se materializa. Lo conocido hasta la saciedad, lo vinculado al lugar y lo que por obra de los nombres vulgares se ha convertido en algo que parece no ser objeto, en esta ocasión, por una vez, se encuentra en la verdadera lejanía; como «mi objeto»; con su verdadero nombre. Aquí, donde se ha escrito esto, se dio este fenómeno, no solo en aquella meseta, brillante de nieve, de la lejana «sierra de Tenne», sino también en el «merendero» que está junto al Salzach y que, en cierta ocasión, gracias a una bandada de gaviotas que giraban en círculo, apareció como La casa del otro lado del río; del mismo modo como en otra ocasión el «Kapuzinerberg», con una sola golondrina que pasaba por delante, de una forma insospechada, abrió sus profundidades y estaba allí como monte doméstico, un nuevo concepto —siempre abierto, nunca velado.

El gran imperio neerlandés del siglo XVII cultivó el género pictórico de los «paisajes del mundo», que debían arrebatar la mirada al infinito; y algunos pintores de este imperio emplearon con este fin el truco de poner en el centro pájaros volando («Y ningún pájaro que le salvara el paisaje», leemos en un relato de Borges). Pero ¿no es posible también que un autobús que pasa por un puente, con las siluetas de los pasajeros y los marcos de las ventanas, acerque un cielo lejano? ¿No basta el color marrón de un árbol para que el azul que brilla a través de él se convierta en una forma? El Sainte-Victoire, sin bandada de pájaros (o alguna otra cosa) entre él y yo, estaba lejos, no obstante estaba ante mí de un modo inmediato.


De uno de estos fragmentos de corteza llegaba un sonido estridente especialmente cercano; pero la cigarra que lo producía era de un color gris tan igual al de la corteza que no la vi hasta que se movió y empezó a bajar por el tronco, reculando. Las largas alas eran transparentes con nervaduras negras. Le tiré una ramita y entonces fueron dos las que salieron volando, gritando como espíritus a los que no se deja en paz. Luego, al mirarlas, en la pared de la montaña, junto con los oscuros matorrales que crecían en las grietas de la roca, se repitió la muestra de las alas de las cigarras.


El «derecho a escribir» —que yo necesitaba para cada trabajo— se anunció ya aquella vez, bajando del Sainte-Victoire, cuando conseguí hacer la crítica de mí mismo (en vez de, como ocurre normalmente bajando, hundirme en mí mismo y ponerme de mal humor). Delante de una mancha brillante de una pradera —donde pensé inmediatamente en un «jardín del paraíso» y donde hasta los pequeños montículos formados por los topos se me aparecieron al principio «como si estuvieran en el azul lejano—, —me advertí a mí mismo—: No estés pensando siempre en comparaciones con el cielo cuando se trata de la belleza: mira la tierra. Habla de la tierra, o simplemente de la mancha de tierra que hay aquí. Nómbrala, con sus colores».


Cézanne, una vez que le pidieron que describiera lo que entendía por «motivo», acercó «muy despacio» los dedos abiertos de ambas manos, unos frente a otros, los dobló y los entrelazó. Cuando leí esto recordé que al mirar un cuadro vi los pinos y las rocas como signos entrelazados de una escritura tan clara como indeterminable. En una carta, seguí leyendo, Cézanne decía que él no pintaba «al natural», en absoluto, que sus cuadros eran más bien «construcciones y armonías que guardaban un paralelismo con la naturaleza». Y luego, con el cine, comprendí esto: las cosas, los pinos y las rocas, en aquel momento histórico plasmado sobre la pura superficie —final irreversible de la ilusión espacial—, ¡pero comprometidos con el lugar concreto en sus formas y colores! («au- dessus de Château-Noir»), se habían entrelazado formando una escritura única e irrepetible de la historia de la Humanidad.


Cosa-cuadro-escritura unidos: es lo inaudito..., y, sin embargo, todavía no transmite la totalidad de mi sensación de cercanía. Con esto tiene que ver ahora aquella planta de interior, sola, que una vez, mirando por la ventana, vi delante del paisaje como si fuera un signo de escritura china: las rocas y los árboles de Cézanne eran más que estos signos; más que puras formas sin rastro de la tierra: además de eso estaban entrelazadas unas con otras por el trazo dramático (y por los pequeños trazos) de la mano del pintor y se habían convertido en conjuros..., y a mí, que al principio solo podía pensar, me parecen esto: «¡tan cercanas!», enlazadas ahora con los primeros dibujos de cuevas. Eran las cosas; eran los cuadros; eran la escritura; eran el trazo... y todo formaba un acorde.

Dentro de unos cuantos siglos todo será plano, había escrito el pintor desde l’Estaque, y añadía: «Pero lo poco que queda es aún muy caro al corazón y a la mirada». Y en la época de los cuadros roca-y-árbol, treinta años después, decía: «Mal. Tenemos que darnos prisa si queremos ver algo todavía. Todo desaparece».

Las peras, melocotones, manzanas y cebollas, los jarrones, cuencos y botellas, incluso gracias a las leves deformaciones y las superficies inclinadas, aparecen como cosas de cuento que van a empezar a vivir de un momento a otro, y no obstante se ve claramente que es el momento anterior al terremoto: como si fueran las últimas cosas.


Porque de algo no hay duda: casi todo ha desaparecido. En un montón de frutas basta con el amarillo mate de una naranja encerada para que ya no pueda imaginarme nada más. ¿Dónde está el color que todavía sale de la sustancia de la cosa? ¿Qué cosa de ahora es materia para el ojo? Por esto tengo tanta necesidad de buscar una naturaleza inviolada. Esto puede ser en todo momento lo sublime, pero a la vez me trae en todo momento el horror ante un horizonte que va a engullirme. Por esto, necesitando durar, me hundo intencionadamente en las cosas cotidianas, las cosas hechas. ¿No es verdad que acabo de ver cómo en el azul gris del asfalto resplandece un bosquecillo de hayas? ¿No ha ocurrido a veces que el retumbar del avión de la tarde ha hecho comenzar un nuevo día? La estrella de latón del jersey de la niña, ¿no es una cosa acreditada? Y las bolsas de plástico, al fin aliviadas del peso de los periódicos, ¿no tiemblan al sol como faldas plisadas claras y luminosas? Sí, pero esto no es la cotidianeidad. La queja se convierte en algo posible: la cotidianeidad se ha vuelto mala. Existe solo la belleza episódica, triste, que rodea las cosas hechas, y esta ya no es algo en cuyo regreso podamos confiar y, por tanto, sigue siendo irreal. (Sí, es verdad, después de Aix, en el suelo rojo de material sintético del aeropuerto de Marsella he visto por un momento el brillo de la marga del Sainte- Victoire...). ¡Feliz pues aquel a quien en casa le esperan dos ojos!


Durante un tiempo me estuvo rondando la idea de describir uno por uno los acontecimientos —la montaña y yo, los cuadros y yo— y ponerlos unos junto a otros en forma de fragmentos inconexos. Pero luego el carácter fragmentario que esto tendría lo vi como lo fácil, porque no iba a poder ser el resultado de un esfuerzo que anhela la unidad y que tal vez fracasa en esta empresa, sino un método previo seguro y fiable.

En El pobre jugador, de Grillparzer, leí entonces: «Yo temblaba de tanto ansiar la unidad del contexto». Y de este modo volvió el gusto por la unidad en todo. Lo sabía: la unidad del contexto es posible. Todos y cada uno de los momentos de mi vida encajan unos con otros, sin necesidad de elementos intermedios auxiliares. Existe una conexión inmediata; lo único que tengo que hacer es liberarla con la fantasía. Y al mismo tiempo vino la angustia que yo conozco muy bien: porque sabía también que las analogías no podían producirse de un modo fácil; en contraposición con la diaria confusión que había en mi cabeza, ellas eran los frutos dorados de la fantasía; después de ardientes sacudidas; estaban allí como las verdaderas comparaciones, y de este modo, según las palabras del poeta, empezaban formando «el gran resplandor de la frente de la obra». La confianza en estas analogías que mantienen la coherencia del relato ¿no era, una y otra vez, una osadía?


Una vez, contaba, salió en busca del «abrigo de los abrigos». Además confiaba en tener fuerza para ello, pero al final fracasó en el «problema de la conexión», un problema que yo, como escritor, decía, conocía sin duda. (Decía que con este fracaso había perdido su «manía de grandeza»). A pesar de todo, la parte del abrigo de los abrigos que había hecho era tan bella que cuando se lo ponía, en el metro la gente la mirada extasiada.

 

Con el tiempo la meseta se iba quedando en silencio, de modo que los pequeños ruidos de los distintos llanos llegaban como sonidos de campanas. Lo que se veía en el oscuro interior de una piña por entre las laminillas abiertas llevaba al mismo tiempo a las grietas azules que había en una capa de cirrus que pasaba por el cielo a gran altura, y el pensar en la voz de un pájaro se convertía en esta voz misma.

Por la pared misma de la montaña pasaban las sombras de las nubes como si continuamente estuvieran corriendo cortinas; y al fin (temprana puesta de sol de mediados de diciembre), el macizo entero estaba tranquilo dentro de un fulgor amarillo, como si fuera de cristal, sin que, no obstante, como ocurre con otras montañas, impidiera el regreso. Y sentí la estructura de todas estas cosas dentro de mí, como si fueran mis armas. ¡TRIUNFO!, pensé, como si el Todo estuviera ya felizmente escrito. Y me reí.

D. había vuelto a participar con el pensamiento y podía contestar inmediatamente a mi pregunta sobre el problema de la conexión y la transmisión. Incluso se había traído las muestras de las distintas telas que tenía destinadas para el abrigo: brocado, seda de raso y damasco.

«Bueno, tengo que contarte la historia del abrigo. La cosa empezó con que yo llamé la gran idea a aquello en lo que había estado pensando. El abrigo tenía que encarnarla.

»Empecé con una manga. Inmediatamente me encontré con dificultades al quererle dar a la materia floja e inestable de la tela la forma abombada y rígida que yo quería. Me decidí a trabajar con las telas sobre una capa gruesa de lana.

»La manga estaba lista. Me parecía tan bella, tan preciosa, que pensé que para las otras partes del abrigo no iba a tener la misma fuerza.

»Pensé en mi idea; en los momentos de tensión y repentino relajamiento de la naturaleza; cómo de una cosa se pasa a otra.

»Todos los días miraba el abrigo empezado, una o dos horas; comparaba las partes con mi idea y pensaba en la continuación.

»La parte superior estaba lista. Por lo que hace a la parte inferior perdí la idea de conjunto. Cosía unas piezas con otras y terminaban revelándose como carentes de conexión con la parte de arriba. Ahora, el trabajo se hizo especialmente difícil, debido al peso de las telas, finas y recias, cosidas unas dentro de otras, y cuando cosía a máquina tenía que aguantarlas en alto, atenta siempre a que nada resbalara.

»Puse las distintas partes unas junto a otras delante de mí; nada armonizaba con nada. Estaba esperando el momento en que de repente encontraría la imagen única.

»Durante el tiempo en que estuve mirando y probando, estaba sintiendo una debilidad en el cuerpo, me veía incapaz. Me prohibí pensar siquiera en la gran idea.

Las reproducciones y los planos de los tejados construidos por los chinos se convirtieron para mí en algo apasionante, y el problema del modo de descargar los pesos por medio de las transmisiones adecuadas. Vi que había por todas partes un ámbito de lo intermedio.

»Después de muchos días, sin pensar más, cosí las partes unas con otras y en un lugar de la falda puse un abombamiento hacia adentro. La seguridad que sentía me infundía una gran excitación.

»Colgué el abrigo en la pared. Todos los días lo examinaba y empecé a apreciarlo. Era mejor que todos mis otros vestidos y no era perfecto.

»Al confeccionar un vestido, para continuar el trabajo hay que retener en la memoria cada una de las formas que ya se han utilizado. Sin embargo, no puedo verme obligada a citar interiormente estas formas, tengo que ver inmediatamente el color que sigue, el definitivo. En cada caso no hay más que un color adecuado, y la forma es lo que decide la masa de este color y tiene que resolver el problema de la transición.

»Para mí, la transición tiene que ser algo que separe claramente y que a la vez junte unas partes con otras». 


Peter Handke

La doctrina del Sainte-Victoire