10.8.24

Cueva de Hornos de la Peña, Cantabria




Un día, un día que duró no menos de veinticinco mil años, los hombres del Paleolítico superior empezaron a dibujar. ¿Qué dibujaban? No había otra posibilidad: el único objeto posible eran los animales. Los animales eran la potencia en movimiento, que golpeaba o se debía golpear. No se trataba de magia, como iban a pensar los torpes modernos. En el animal se transformaban, del animal huían, transformándose. El animal y quien lo dibujaba pertenecían al mismo continuo de las formas. Fue ese el momento en el que la presión de las potencias impuso la más severa disciplina estética: el trazo, para ser eficaz, debía ser exacto. Ingres los hubiera aprobado. Si el trazo no era exacto, la potencia no era evocada. A veces, en el fondo de entrañas de roca donde no podía entrar más de una persona, quien dibujaba se encontraba en la primera cámara oscura y observaba el prodigio de la forma que afloraba desde sus manos, apenas visible.

Durante largo tiempo prefirieron dibujar los animales más imponentes o temibles, que solo esporádicamente eran cazados. Dibujarlos era una primera intuición para imitarlos y circunscribir su potencia. En cambio, las figuras humanas dibujadas sobre las rocas fueron excepcionales. El modo más usual, inmediato y comprensible para representarse a sí mismos era, para los hombres, el de dibujarse como animales compuestos, rodeados por otros animales. Debieron transcurrir muchos años antes de que, mediante meandros y caminos oblicuos, la estatuaria griega alcanzase a representar la figura humana sola -y sobre todo, desnuda.

Junto a los animales había aparecido la geometría. Innumerables figuras, que se acompañaban de animales o destacaban aisladas sobre las paredes rocosas. Todas han mantenido su secreto. Pero todas tenían una característica común: ser la negación del mundo tal como se manifestaba, de igual modo que lo fue el primer muro perfectamente perpendicular al suelo. Era otro mundo, que se hubiera podido inferir solamente uniendo con trazos algunos pequeños puntos luminosos del cielo.

No podemos afirmar muchas cosas seguras de aquellos que vivieron durante el Magdaleniense y pintaron paredes rocosas en Dordoña. Pero sí, al menos, esto: sabían dibujar con sorprendente precisión, pocas veces alcanzada o lo largo de los milenios. De golpe, y por todas partes: Egipto, el norte de España, Francia, Inglaterra: en Creswell, último límite antes de los hielos. ¿Cómo sucedió? Sería aventurado decirlo. Si el dibujo es un acto de inteligencia, la de los magdalenienses debía ser muy elevada. Acaso debía tener algo en común con los balleneros, que antes de partir esperan ver una ballena en sueños. Si no se les aparecía de ese modo, no podrían encontrarla nunca en la realidad.

El hombre del Magdaleniense, durante milenios, no dejó de recurrir nunca a dos signos elementales, uno vertical y otro curvo: la jabalina y la herida. La jabalina era el arma con el que el mundo era herido sin ser tocado: un asta, la señal más sencilla. La herida era un círculo, un anillo ensangrentado.

Si la constelación es un lugar arbitrario del que se cuelgan las historias, de modo no muy distinto a como los significados se cuelgan de los sueños, no será fácil explicar por qué en el mismo gajo de cielo, no solo en Grecia sino también en Persia, en Mesopotamia, en la India, en China, en Australia y hasta en Surinam, durante los milenios se han visto siempre las huellas de un Cazador Celeste que no se cansaba de observar.

Lo invisible es el lugar de los dioses, de los muertos, de los antepasados, del pasado entero. No exige necesariamente un culto, pero penetra en todos los intersticios de la mente. Semejante a un cable metálico, puede incluso vibrar o permanecer inerte. Si vibra, la intensidad puede volverse extrema. Lo invisible no debe ir a buscarse muy lejos. Incluso puede no ser hallado precisamente porque está demasiado cerca. Lo invisible termina en la cabeza de cada uno.


(...)

Como la cierva de los hunos, el animal es presa y es guía. Siguiendo al animal, con la mirada que intenta fijarse sobre un único punto, el cazador no se da cuenta de que, en el ínterin, se está adentrando en lo desconocido. Así sucede el descubrimiento: se sigue el llamado de otro ser, siempre en fuga frente al ojo, sin alcanzarlo nunca. Mientras lo que se descubre está ya alrededor, o detrás -y casi no se lo ve.

Hay dos tipos de presa: la que se mata(el lugar de la matanza se vuelve lugar de fundación) y la que desaparece (y provoca la matanza de los cazadores). Cada tanto el animal-guía quiere ser alcanzado, acepta convertirse en presa. Así debe ser, si se quiere fundar una ciudad. La ciudad es el lugar en el que el animal-guía fue abatido. Éfeso fue fundada por quien obedeció a esta palabra del oráculo: "Un jabalí señalará el camino." Allí donde el jabalí cayó herido por una jabalina "hoy se yergue el templo de Atenea." Allí está Efeso.

Quien escribe sigue al animal-guía. En la obra lo hiere -y lo mata: allí donde fue matado surge la obra. O, de otro modo, descubre que el animal-guía ha desaparecido. El animal se traslada al estandarte. Diferencia entre las obras en las que el animal-guía es matado y aquellas en las que desaparece. En Balzac: el animal es matado. En Baudelaire: avanza hacia el estandarte. Se escribe un libro cuando se ha determinado algo que debe ser descubierto. No se sabe qué es ni dónde está, pero se sabe que es necesario encontrarlo. Entonces empieza la caza. Se empieza a escribir.


Roberto Calasso

El cazador celeste