Retablo de Isenheim, 1503-1515. Matthias Grünewald
El cuerpo de este Cristo es un estupor de úlceras y raspaduras, una cabeza malherida y sangrante, una hondonada en el pecho, unas costillas semejantes a un antiguo pecio, manos y pies como atadijos de espinas, brazos que son varas descalvadas de avellano, piernas que recuerdan a un cordaje desgastado de tanto descender al sepulcro.
Grünewald se ha detenido más de una vez ante un Gabelkreuz. Aprende de él lo desértico, las aristas del mundo, el padecimiento que cava el corazón, la semilla que es cada herida, la soledad espesa de aquello que se pierde para siempre.
Antes de ponerse a los bocetos de las crucifixiones, Grünewald ayuna tres días, se venda los ojos, insomne tres noches, insomne tres días, la camisa descosida, está angustiado, sale alpatio en plena penumbra, no hay luna, ve que el vecino de la casa más cercana lleva un candil en la mano, hace una herida en la sombra espesa. Ya sabe cómo pintará la llaga.
Se trata de hacer de la nada una Nada.
Grünewald cruza Alsacia a caballo, hay lluvia y viento y cabañas hechas de tablas, bocas desdentadas, el camino es un barrizal. A veces al trote, a veces galopa escindido entre su sombra y la llegada, corre envuelto en una capa de paño, lleva un gorro de orejeras. Hace frío, hay bosques y humedades con cernejas de juncos, que rodea. El fuego de la posada, una yacija apenas.
La tristeza pesa, cada atardecer tiene un color de madera astillada, ahora muy ennegrecida por los constantes aguaceros: al verla, sabe el tono con que pintará el fondo de la Crucifixión.
Yaceremos en una estrella desaparecida hace milenios.
El patibulum tiene un trazo declinante, se tuerce en los extremos, hacia abajo. Es un tronco inculto y delgado, a medio descortezar. El cuerpo del ajusticiado es desproporcionado, invade la escena, irrumpe en ella, desmesurado en comparación con el resto de las figuras. Los artistas medievales no reparaban en este exceso, era voluntario, como voluntario es ahora en Grünewald. Aunque ya son los días de pleno Renacimiento, él lo olvida, prefiere desentenderse y emplear el espacio para golpear, sin armonía, sin más disposición que el grito, que los embates exasperados.
La escisión del interior y del exterior es la simiente de los conflictos, su cizaña. La desunión entre el ser humano y lo que le rodea ha hecho modernos a los hombres, a las mujeres.
El Cristo de Isenheim posee unos brazos semejantes a sogas mal trenzadas, los dedos se retuercen como la maleza que arde cuanto más sopla el viento. El paño de pureza está completamente raído. Los pies, contraídos, casi tocan el suelo; el estirpe, sin embargo, es lo suficientemente largo. No importa, el propio Cristo es la cruz, es la torsión que fue un hombre llamado Yeshú ben Yosef Pandira. La cabeza es la de un tosco jornalero que hubiese caminado durante jornadas, perdido y sediento, en busca de trabajo. Una de las ramas de la corona de acacia le llega a la clavícula. Ziziphus spina-christi. Al ladear el rostro hacia la izquierda, la otra parte de las espinas se hunde en el pectoral. El pecho es pedregoso, como son las piernas, de incontables heridas. No cierran, están siempre ahí, no hay una extremidad sin mácula, (...).
Yeshú ben Yosef Pandira está rodeado de dentaduras picadas, de telas hechas desgarrones y rostros que supuran, de sicomoros, terebintos y olivos, y de Pax judía. Le piden panes y peces, tienen hambre, le ruegan un milagro, vienen de un exilio. Sólo puede darles lo invisible.
Nunca pensamos en el sonido de los lienzos, en los ruidos soterrados de la pintura, por más que las telas y las tablas las recorra un silencio que todo lo detiene y lo fija; el paso de una carroza, un golpe de mar, el crepitar del fuego, unas voces, el viento.
Lo que ha captado el oído, el tumulto y el rugido, los golpes, la ropa rasgada, el rumor, el aire de los lamentos, es la puesta al día del dolor. Quien acerque el oído al Retablo de Isenheim conocerá la historia del mundo.
Hay algo más, sin embargo, en la Resurrección: la luz aparece vaciada en la penumbra, con una luminosidad que desconoce el afuera, es interior, es centro, alumbra los contornos del mundo, aunque una fuerza gravitatoria hace que todo descienda a su núcleo candente. Tiene algo de llama que tiembla en una oquedad que se ve a lo lejos. Es una lumbre mística, una flama que se ha posado en las visiones medievales y que ahora regresa en Grünewald. Es el vuelo de las luminarias que despiertan los ojos de Hildegarda de Bingen; la tea que alerta a Enrique Suso; el fulgor que nace de las semillas que ha visto Roberto Grosseteste; las ruedas encendidas de Nicolás de Flüe, que giran como los triples círculos ígneos de los que habla Plotino y acercan la Trinidad cristiana; son esos mismos tre giri revestidos de tres colores e igual circunferencia (di tre colori e d´una contenenza) que conmueven a Dante en el paraíso.
Alemania es una anciana con los ojos cerrados, a tientas en el mal sueño de haberlo perdido todo. Grünewald yace en una fosa de Halle, reposa en ella Mathis Gothart Nithart. Sebald cree haber visto en la estación de tren de Bamberg a un hombre con el rostro del pintor, en medio del gentío. Un ser solitario, de mirada lejana. Se ha levantado un viento grisáceo, repentino, y hoy, un día de abril del año 2024, sopla como si fuera la última vez de todas las cosas.
Ramón Andrés
Los no llamados por su nombre. Matthias Grünewald, el pintor