29.12.24

La laudista joven, 1664. Johannes Vermeer




Una lección de música interrumpida, la carta de amor que una joven lee junto a la ventana, otra que tasa unas perlas con ayuda de una delicada balanza, un geógrafo, una encajera, un astrónomo que consulta el lbro de Adriaan Metius, Institutiones Astronomicae Geographicae, nueva ciencia, Johannes Holwarda, Christiaan Juygens. Laúdes, claves y globos terráqueos, violas da gamba y virginales, mapas, cortinas, cuadros con escenas de amor, pan en una cesta de mimbre, el adorno de una perla en el lóbulo, símbolo de castidad. Interiores blanquecinos o bien de suaves ocres, suelos ajedrezados, tapices, cristales emplomados, jarras, espejos, sillas veteadas con clavos dorados y largueros labrados.


Pintar es un modo de cruzar la luz, de atravesarla, algo parecido a lo que la música hace con el aire, pero los pinceles, es verdad, se asemejan a las palabras, lo dejan todo fijado.


¿Ha pensado cuántas luces distintas tenemos bajo el cielo? ¿Cuántas, incluso, en el interior de una casa? La que viene de frisia, la que llega de los campos de Etten-Leur, la que está bajo un alero y se disuelve en la sombra, la que entra por una ventana en un día de lluvia, tan distinta de la que se filtra cuando hace sol, la luz de un patio blanqueado con la ropa puesta a secar, la detenida en la fruta o la que envuelve el jarrón al que usted se refería nada tienen en común.


La lz es igual que el sonido: rebota, va de una pared a otra, ocupa los lugares, como la música en las iglesias, que sube a la bóveda, reverbera, olvida la nave y se dirige al coro. Con los haces luminosos sucede lo mismo, como le digo: de una lámpara viajan a un espejo, repican como una campana de cristal, chocan, se rehacen para tomar otro camino, se dirigen a lo lejos y dejan tras de sí una estela que cada vez pesa menos.

No basta con decidirse a iluminar un cuadro, debe entenderse la luz de cada objeto, el movimiento de la sombra que lo rodea. No es igual la reflejada en un libro que en la mano que lo sujeta, no es la misma en el vaso de agua que en la jarra de un vidrio más grueso. Me dedico a eso, a iluminar cada cosa, un rostro, unos ojos, un cuello de encaje, la espalda de una cítara, unos bolillos, un peinado.

Lo traslúcido es una enseñanza, lo es el polvillo del desván cuando movemos un mueble viejo y queda suspendido en la poca claridad que entra por la claraboya. Podemos tocar ese haz con las yemas de los dedos, desmigajarlo, como si viniera de un campo de espigas diminutas.

Un día mientras caminaba con mi madre, vi un molino a mucha distancia, rayano en el horizonte. Me di cuenta entonces de que hasta llegar a él había que atravesar tantos grados de luz, tantas franjas, tantas capas, que de pronto pensé que era posible andar a través de la luz. 


Cada chimenea, cada torre, el cielo, que es el que decide los pigmentos, tienen su propia llama. La luz del agua aquietada y grisácea junto a una barca es diferente de la que fluye bajo el puente de piedra, ahí se vuelve más inquieta, no presiente lo profundo, brilla en sus sesgos, se riza. Los pañuelos de las mujeres son como aves que el sol, muy tibio, alumbra según la posición que ocupa. La proa de la nave de la derecha, incluso sus tracas, la aguja de la Nieuwe Kerk, que cambia según asciende, las dovelas de los arcos guardan su propia luminosidad.

Las nubes no tienen hermanas, no se parece demasiado, pese a que las consideremos iguales; unas flotan con su color de tormenta y otras van en ese vapor silencioso que no tienen intención de descargar; en los tejados hay luces entristecidas y otras que nacen, alegres; en los muros, en los umbrales, las sombras cuentan con el grosor del paso de las horas. Un poco de blanco en una puerta, apenas un pudoroso toque de pincel, abre un mundo y hace que la entrada en esa casa sea distinta.



Ramón Andrés

A pie, cruzar la luz

Despacio el mundo