PREFACIO (Fragmentos)
Nada puede quedar sin ser pensado, nada carece de infinitud. El menor repecho el vado desdibujado por la neblina de un río, la casa con la luz encendida, la calle que se difumina en una plaza, el suave puerto que deja ver la vaguada hundida en la arboleda, un tendido eléctrico que hace de espino detrás de las lomas, una ciudad apenas avistada de tan lejana, cualquier recodo en el que brotan la cola de caballo y la hierba de San Juan son revelaciones.
El sonido, testimonio del primer eco del universo, tomado en su esencia, posee también su ciclo, puesto que anuncia un paso hacia algo que lo concebirá pleno, y esa plenitud es lo musical.
Antes de que expresemos un pensamiento, antes de que nombremos algo, el mundo se nos ha adelantado, ofreciéndolo.
Aquel jardín abundante de plantas, aquel estanque lleno de peces descrito por Gottfried Leibniz, sirve, también, para pensar el arte de los sonidos. Este filósofo, que se propuso calcular el alma y demostrar la existencia de una armonía preestablecida, señaló que cada ramo, que cada flor es, a su vez, el jardín mismo. Y que ese vergel, de hecho, está contenido en un solo estambre, en una única corola, como lo está el estanque entero en la escama de cada pez y en cada una de sus aletas. Son el estanque en sí. Y podríamos decir, aventurándonos, que en sus branquias viven los océanos, la goleta de Robert Louis Stevenson fondeada en las islas Gilbert, la suma de las bahías. Si se concibe de este modo, en toda sonoridad, en la sinusoide que se dirige hacia nuestro oído, podríamos hallar unas partículas de El clave bien temperado o de la canción que se esfuma por una ventana de la vienesa Frühwirtsche Haus, que esta tarde Schubert ha dejado medio abierta.
La precisión, si se quiere hablar de música, es una ley, un nómos. Para cumplirla, las notas deben asemejarse a las mónadas que formuló Leibniz, a los átomos que, de manera ideal, fluyen como microuniversos, una vez surgidos de una columna de aire; otras, nacidos en la vibración y elasticidad de una cuerda cuyo cometido, en contra de la función que acostumbramos a darle, no es atar, sino desatar. Liberar un sonido. Por eso, aspirar a la afinación de una nota, pretenderla, tiene algo de conformidad con el número áureo que anhelamos.
Si alguna vez soñamos con la divina proportione quizá sea por el deseo de la perfección que echamos en falta en todo cuanto nos rodea y hacemos.
El propósito de afinar un instrumento es conseguir una unidad y hacer que la música se exprese con toda propiedad. Sólo se alcanza poniendo el oído más allá de lo acostumbrado, y al escuchar lo que ocurre al otro lado de la habitación del tiempo y el espacio. Son unos vecinos malavenidos, se pelean desde el primer día que empezamos a pensar el mundo.
En el hecho de templar una cuerda, si pedimos que nos entregue una nota justa, nítida, se manifiesta la decisión con la que nos dice la naturaleza cómo debemos hacer las cosas, cómo llevarlas a cabo. El momento de afinar requiere de una interiorización, de un proceso físico por el cual devenimos excatos, aunque sea ilusorio y se cumpla sólo por unos instantes. Este esfuerzo despierta la audición profunda de cada ser.
En la música electroacústica y en la computacional este paso ha dejado de darse, y aun así el cerebro busca en ellas un lugar en la vastedad del vacío que nos permita existir. Las manos coloreadas de ocre rojo de la cueva de Chauvet y las esculturas de ondulaciones luminosas de Paul Friedlander son parte de una única y milenaria senda.
Así mismo, un pintor que se adentra en los instantes en que un laudista afina las cuerdas loque está haciendo, en el fondo, es contener el tiempo, impedirlo.
Al fin y al cabo, procedemos de luminosidades y gestos que están en el ayer de la historia, que todavía nos rige, por más que creamos haber escapado de ella.
El primer libro fue el recuerdo de un cielo que necesitó ser fijado en un papiro o sobre una pieza de arcilla. El primer libro fue un murmullo sobre la mesa.
Cada línea de lo escrito aquí es una impugnación ante aquellos que nos utilizan como combustibles de sus máquinas. Nos amasan en la tierra prometida de la identidad, que es fraude y carencia. No han contado, sin embargo, con lo que permanece, con lo que es inmutable y que por eso tiene algo de divino. No han contado, decía, con el silencio que queda en los lugares después de que los hayamos abandonado; no han pensado en la rebeldía de lo que es refractario a la imposición; no han reparado en la mirada del enfermo que espera sanar, en el callar de la mujer que todavía cose ni en el rastrillo olvidado en un rincón del huerto, en el paraguas apoyado en la pared y en la necesidad de cobijo que sigue sintiendo quien lo portaba hace unos momentos. No han visto el perro que duerme al sol como un legado antiguo, la rama que no tiene prisa en soltar el fruto, la comida que calentamos con lentitud.
Escuchar con detenimiento es desmenuzar lo que llega de fuera, tratar de comprender lo que nos está diciendo una cercanía que, sin embargo, creemos muy lejana.
Porque el sonido es luz.
La imagen, una vez plasmada, siempre está ahí, en la retina, porque la pintura es un presentimiento, la nostalgia del presente que vamos a perder. La fotografía existe en otro estado, es pensamiento más o menos inmediato, el ahora que ha sido capaz de recluir el movimiento. Un pensador que podría decir que ambas artes son negación del devenir. Y, pese a ello, devienen.
Existe un fluir en lo estático, una corriente en lo inmóvil, lo percibimos porque la mente vive de un desdoblar lo que observa, inquieta ante lo que se ha parado; por un lado, aprehende lo que permanece estable; por otro, lo desnuda de su quietud. No entendemos, en Occidente, que algo deje de sumar instantes, que se oponga a la relación entre el tiempo y el movimiento. Que no se encamine a un lugar, que careca de dirección.No sabemos explicar las cosas sin que apunten hacia algo y sin que alberguen una finalidad. Es la condena de una civilización.
La música, si es plena, hace comprender lo que no comprendemos, como se lee en la Sonata a Kreutzer de Tolstói; en cada nota necesita un mundo perfecto, requiere una sonoridad que no provenga de una pérdida. En el proceso de afinación se produce la desconcertante sensación, por lo paradójica, de una ingravidez que nos orienta y ancla.
Novalis, el poeta de los Himnos de la noche, estaba persuadido de que sólo existía una única cuerda: la destinada a recomponer la vibración que se produce en el interior humano.
Una cuerda que resuena afinada no tanto expande como recoge, no tanto emite como incluye.
Ramón Andrés
Despacio el mundo