9.5.10


Melancolía I,1514. Alberto Durero.



The Cube, 1933-1934. Alberto Giacometti.



Homenaje al poliedro de la melancolía de Durero, 1974. Jorge Oteiza.




Ayer, arenas movedizas

De niño (entre cuatro y siete años), yo no veía del mundo exterior más que los objetos que podían ser útiles para mi placer. Eran, en primer lugar, piedras y árboles, y raramente más de un objeto a la vez. Recuerdo que al menos durante dos veranos lo único que veía de todo lo que me rodeaba era una gran piedra que estaba a unos 800 metros del pueblo, esta piedra y los objetos que estaban directamente relacionados con ella. Era un monolito de un tono dorado y cuya base se abría sobre una caverna: toda la parte baja estaba hueca por obra del agua. La entrada era baja y alargada, apenas llegaba a nuestra altura de entonces. En algunos puntos, el interior se hundía aún más, hasta dar la impresión de formar al fondo una segunda caverna pequeña.
Fue mi padre quien nos enseño un día aquel monolito. Descubrimiento enorme; de inmediato consideré aquella piedra como una amiga, un ser animado con las mejores intenciones hacia nosotros; llamándonos, sonriéndonos, como alguien a quien se hubiera conocido y amado en otro tiempo, y a quien se volviera a encontrar con sorpresa y alegría infinitas. Inmediatamente se convirtió en nuestra ocupación exclusiva.
Desde ese día pasamos allí todas nuestras mañanas y nuestras tardes. Éramos cinco o seis niños, siempre los mismos, que no nos separábamos nunca. Todas las mañanas, al despertarme, buscaba la piedra. Desde la casa podía verla con todo detalle, así como el caminito que, como un hilo, llevaba hasta ella; todo lo demás era impreciso e inconsistente como el aire, que a nada se agarra. Seguíamos aquel camino sin salirnos nunca de él y nunca abandonábamos el terreno que rodeaba inmediatamente la caverna.
Tras el descubrimiento de la piedra, nuestra primera preocupación fue la de delimitar la entrada. No tenía que ser más que una hendidura lo suficientemente ancha para dejarnos pasar. Para mí, el colmo de la felicidad era poder agacharme en la pequeña caverna del fondo. Apenas si cabía. Todos mis deseos se hacían realidad.
Una vez, no recuerdo por qué motivo, me alejé más que de costumbre. Poco después me encontré en un alto. Ante mí, un poco más abajo, en medio de la maleza, se erguía una enorme piedra negra con forma de pirámide estrecha y puntiaguda cuyas paredes caían casi en vertical. No puedo expresar la sensación de despecho y de desconcierto que tuve en aquel momento. Inmediatamente vi en aquella piedra a un ser vivo hostil, amenazador. Lo amenazaba todo: nosotros, nuestros juegos y nuestra caverna. Su existencia me era intolerable y enseguida me di cuenta -puesto que no podía hacerla desaparecer- que había que ignorarla, olvidarla y no hablar de ella a nadie.
Sin embargo, llegué a acercarme a ella, pero fue con la sensación de estar haciendo algo reprensible, secreto, sospechoso. La toqué apenas con una mano, con asco y con temor. Di la vuelta a su alrededor, temblando ante la idea de descubrir una entrada. Ni rastro de caverna, lo que me hizo la piedra aún más intolerable, aunque en el fondo me daba cierta satisfacción: una abertura en esta piedra lo habría complicado todo y ya sentía de antemano el desconsuelo de nuestra caverna si hubieramos tenido que atender a otra al mismo tiempo. Me alejé huyendo de aquella piedra negra y no hable de ella a los otros niños, no la hice ningún caso ni volví nunca a verla.
Al final de esa época yo esperaba la nieve con impaciencia. No estuve tranquilo hasta el día en que consideré que ya había bastante -varias veces lo estimé demasiado pronto- para irme, solo, con un saco y armado con un palo puntiagudo, a un prado algo alejado del pueblo (se trataba de un trabajo secreto). Una vez allí intenté cavar un hoyo justo lo bastante grande para caber en él. En la superficie sólo se debía ver una abertura redonda, tan pequeña como fuera posible, y nada más. Mi intención era extender el saco en el fondo del agujero, y una vez allí me imaginaba aquel lugar muy caliente y negro; creía sentir una gran alegría...


Alberto Giacometti
Recuerdos de infancia




En la playa de Orio buscaba los grandes cráteres que dejaban los carros que se llevaban la arena. Mi felicidad era ocultarme en el fondo de ellos, me sentía aislado, protegido y miraba al cielo. En el alto de Zarauz, una cantera de arenisca, yo elegía unos pequeños bloques y los perforaba. Mi descanso, mi seguridad, era mirar por el agujero y localizar un pequeño mundo para mí, una rama, un pájaro, mi hermano (...). Ah, y la ría de Orio, adoro la ría de Orio, era como si fuera mi madre, solía esperar con ilusión a que subiera, y cuando bajaba, cuando se iba, me producía tristeza. Estos sentimientos de protección, esta especie de aliados que me imaginaba o de operaciones que me fabricaban defensas, seguridad, me las he explicado luego íntimamente relacionadas con mi forma de pensar y de comportarme en mis experiencias de escultor. Hay otro recuerdo, tendría unos cuatro años, que aún más directamente relaciona mi infancia con mi inclinación por la escultura y hasta con mi personal tendencia a investigar en pequeños formatos y escenarios espacialmente reducidos. Yo subido en una silla y apoyado en el alféizar de pequeños rectángulos de vidrio del mirador, tal como acostumbraba a hacerlo para contemplar la calle, tenía puesta ahora mi atención en un obrero que colocaba un vidrio de la parte superior, que habíamos roto. Colocaba la masilla con una gran habilidad. Se fijó en la atención que yo ponía en lo que hacía y me dió un trozo de masilla para que jugase. Sobre el pequeño rectángulo de vidrio, techo transparente de un fragmento de la calle, intervenía en los sucesos, en las gentes que pasaban, las trataba de reproducir, de fijarlas, detenerlas, cambiarlas, modelando pequeñas esculturas que todavía me parece sentir entre los dedos.


Jorge Oteiza
Entrevista realizada por Miguel Pelay Orozco