7.12.11


Checoslovaquia, 1966. Josep Koudelka


Cuando el Día de la Ascensión
del cuarenta y cuatro vine al mundo,
la procesión de la bendición de los campos
pasaba por delante de nuestra casa,
acompañada por la banda de música de los bomberos,
en dirección a los floridos campos de mayo. Mi madre
lo tomó al principio por un buen presagio, sin saber
que el frío planeta Saturno regía la constelación
del momento y que, sobre las montañas,
estaba ya la tempestad que, poco después,
dispersó a los suplicantes y mató a uno
de los cuatro portadores del palio.
Dejando aparte la impresión, quizá
devastadora, que ese conocimiento,
inaudito en la historia del pueblo, pueda haberme
 causado,
y dejando aparte el furioso incendio que una noche,
poco antes de mi primer día de escuela,
devoró una serrería no lejana,
iluminando todo el valle, me crié,
a pesar del horrible curso de los acontecimientos
en la margen septentrional de los Alpes, según me
 parece,
sin tener ninguna idea de la destrucción.
Sin embargo, quizá el hecho de que, con frecuencia,
me cayera en la calle, y,
con las manos vendadas,
me sentara a menudo junto a la ventana,
entre los arbustos de fucsias,
esperando a que el dolor remitiera
y sin hacer otra cosa durante horas que mirar afuera,
me llevó pronto a imaginarme
una catástrofe silenciosa que ocurre
sin que el espectador la perciba.
Lo que pensaba entonces,
cuando miraba el huertecillo
en el que las mujeres del claustro se movían
con sus blancas tocas almidonadas
tan despacio entre los arriates
como si un momento antes aún
hubieran sido orugas, eso
no he podido superarlo todavía.
Lo característico para mí
de una catástrofe que no soy capaz
de describir mejor es, desde entonces,
un tártaro eunucoide
con un turbante rojo
y una pluma blanca y torcida. En
antropología, esa figura se asocia con frecuencia
a ciertas formas de automutilación,
y es descrita como la del adepto que
sube a una montaña nevada y permanece
allí largo tiempo, al parecer entre lágrimas.
Junto al lugar en calma de su corazón
lleva, eso he leído últimamente,
un caballito de arcilla. Le gusta
murmurar crucigramas mágicos, habla
de una silueta recortada, un dedal,
un ojo de aguja, una piedra en la memoria,
un lugar de penegrinaje y un cubiro
de hielo coloreado con una pizca de azul de Prusia.
Una larga serie de pequeños sustos
del primero y segundo pasados,
no traducibles al lenguaje
hablado del presente, siguen siendo
un corpus con lagunas, vigilado
por Fungisi y la sombra del lobo.
Luego vienen los niños un poco
mayores ya, que creen que
sus progenitores cabalgan delante
en el caballo de la mudanza
para preparar el alojamiento,
mientras que en la caja negra,
de camino a Gmunden,
devoran la cena,
se toman dos jarros de café,
untan el pan de mantequilla
y no dicen nada
del arenque y el rábano. Meses ya
dura la agonía
de la abuela, cada vez más
asciende el agua por su cuerpo;
mientras en la tienda del pueblo cuelga una
 requisitoria:
el terror amarillento del escarabajo de la patata.
En la margen del bosque, con frecuencia miraba un
 moro
desde un tanque norteamericano,
y en la oscuridad veíamos,
recogiéndose la falda a Santa
Isabel caminando con cuidado
sobre rejas de arado al rojo.
En la escuela, el bedel contaba
sus llaves, las espigas del Domingo de Ramos
cantaban tras el crucifijo su credo,
y en el estuche de pizarrines,
sobre un trozo de papel,
la solución de nuestro
polvoriento futuro. Así
fue uno posadero, otro
cocinero, un tercero camarero
y un cuarto nada.
Y desde las colinas se ven
las sombras del valle de Josafat.
La aguja magnética, temblando,
señala el norte y siento
un sabor galvánico en la lengua, un milagro
físico interno recubierto
de hermosa y delgadísima clorargirita.
El temido ennegrecimiento
de algunas partes
del cuerpo lo confirma
todo de la forma más satisfactoria.

W. G. Sebald
Del natural



Ballet, n. y. c. André Kertész


En una jaula de grillos china
tuvimos algún tiempo prisionera
la fortuna. Los tomates crecían
esplendidamente, había un montón de oro
en la era y tú dijiste que había
que vigilar al novio
como a un sabio
de noche. Con frecuencia era
carnaval para los niños. En el cielo
flotaban borreguitos. Los amigos
venían disfrazados de Ormuz y
de Arimán. Sin embargo, luego vino lo imprevisto,
aquello con el elegante
caballero en la Ópera, y yo encontré
un lución en el gallinero.
Una corneja perdió en vuelo
una pluma blanca, el párroco, cojeante
mensajero de sobretodo negro,
apareció solo la mañana de Año Nuevo
en el extenso campo nevado.
Desde entonces nos armamos
de paciencia, desde entonces
cae arena del buzón
y las plantas de sus macetas guardan silencio
a su modo. Tragedia
nórdica, estrategias y rodeos,
el fin se produce siempre
del modo inevitable. ¿Por qué se esfuerza uno
en una empresa tan difícil? Como consuelo queda
la desgracia de los otros,
amarillo venenoso en el sombrero de mi amada
que era antes tan hermoso.
Prosa del siglo pasado,
un vestido que se enganchó
en los abrojos, un poquito de sangre, una
exaltación, una carta desgarrada,
una estrellita en el uniforme y estancias
prolongadas junto a la ventana. Fantasías
dementes en una cámara
oscura, pecados con resentimiento,
lágrimas incluso y, en la memoria
de los peces, un fuego que se extingue,
Emma, cómo quema
su ramillete de novia. ¿Qué puede
hacer un pobre médico de pueblo? En el funeral
sueña con un brillante par
de botas de charol y una seducción
póstuma. Ahora, sin embargo,
viene una época sin color. Tú, en medio
de la obscenidad deslumbradora,
recordaré tu mirada
temerosa, tal como la vi
por primera vez,
aquel día, cuando en Haarlem
nadamos a través de un agujero del dique.
Aniversarios y cifras,
cuánto tiempo ha pasado,
un campo de letras, apenas
descifrable a través de las lentes
de cristal. En realidad, oigo decir
a la pequeña óptica china, en realidad
debería usted poder leer ahora
fácilmente, y por un instante
siento las yemas de sus dedos
en mis sienes, siento
cómo una oleada me atraviesa
el corazón, y veo, en el claro cuadro
de la oculista,
la secuencia de letas
YAMOUSSOUKRO, nombre,
lo sé muy bien, de un
gran barco herrumbroso
de Abiyán, que hace años
vi zarpar un día
del puerto de Hamburgo.
Había marineros negros
apoyados en la borda.
Me saludaron con la mano al pasar,
el sol se ponía en aquellos
momentos, y las sombras
temblaban ya
en los márgenes.

W. G. Sebald
Del natural