24.2.12



Negro y blanco (Autobiografía)

Nació encima de un escenario de un teatro.
Eran dos pequeñas habitaciones con ventanas cuadradas que daban a la avenida Nevski.
El teatro era su vida cotidiana.
Todas las noches podía encontrarse con facilidad sobre las tablas, bastaba descender por la escalera.
Todas las noches escuchaba el teatro, con todos sus ruidos.
Lo conocía como otros niños conocen su pueblo, su bosque, su río.
Ahí están los camerinos; allí la escalera que lleva al foso de la orquesta; ése es el lugar del bombero con un casco que brilla con reflejos fascinantes; arriba están los talleres de los decorados, donde huele a cola y madera, el sitio en el que se divierte poniendo pintura seca en cajas de cerillas, tiene toda una colección en casa. Y allí está el almacén, con un montón de cosas de interés en los muros y estanterías: espadas, puñales de madera pintados de plata. Éste es el lugar en el que mi padre fabrica un pollo asado con pan, y con una lata de anchoas encolada y cubierta de bolitas negras hace caviar, no hay más que ponerlo en el plato.
Lo más raro ocurre por la noche, en la sala, tan familiar de día. Es extraño, está llena a reventar de gente, todos distintos y desconocidos, y cada día gente nueva. Sobre todo hay oscuridad, se nota calor y se huelen los perfumes.
El público es lo desconocido, el otro lado de la vida.
Casi siempre está de pie junto a los bastidores y mira con un poco de miedo ese abismo negro.
A veces le obligan a subir al escenario cuando hace falta algún niño; hace todo lo que se le pide, se mueve y habla con soltura, pero no le gusta ese abismo tan negro. Sin él, todo sería más fácil.
Y para este niño el teatro era vivienda, el mundo cotidiano. Y él soñaba con algo más irreal y fantástico que lo que le rodeaba.
Se sabe que a los niños les gusta imaginar cosas fantásticas; rara vez les está permitido a los adultos.
Ni siquiera los artistas pueden.
De día, cuando no había nadie en la sala ni sobre las tablas, se sentaba en el suelo en medio del escenario y a la luz de la única lámpara encendida imaginaba.
Con un traje resplandeciente -no se puede mirar, hace daño a los ojos- está solo en medio de decorados fantásticos, resplandecientes de luces y colores; hace cosas increibles, crea mezclas de luces y colores que aparecen y desaparecen, vuela en el aire lleno de sonidos y seres extraños.
El abismo negro está en silencio, asombrado y miedoso; nadie se mueve, nadie tose.
Pero después del silencio, una salva de aplausos, ¡y qué aplausos!
Se levanta de un brinco y trata de hacer lo que ha imaginado... Trata de volar...
Pero su sueño no se realiza.
Un verano llegó un ventrílocuo de gira.
Dos coches trajeron al teatro diez cajas reforzadas con hierro y cerradas con candados. Las cajas estaban pintadas de negro y tenían palabras francesas escritas con plantilla: el nombre del ventrílocuo y el número de la caja.
¡Esto entusiasmó tanto al niño!
Era tan misterioso, tan extraño.
Se parecía tan poco a la vida habitual del teatro.
Cuando salió todo el mundo del escenario y él, sentado en el foso, vio a aquel hombre solo en medio de marionetas que hablaban, quedó asombrado para siempre.
¡Qué tipo, qué arte!
Pero lo que más le impresionó es lo que había imaginado; en cuanto a las cajas negras con sus misteriosas letras blancas, quedaron para siempre grabadas en su memoria.
Ya adolescente conoció a un pintor; ahora es un director de cine, el camarada Svetozarov.
Svetozarov daba clases particulares y estudiaba en la Escuela de Artes de Kazán. Vivía en el pasillo, pues su padre había alquilado las habitaciones de la casa, y en aquel pasillo soñaban que eran artistas. ¡Lo que hablaron de arte!
Svetozarov enciende su amor por todo lo que tiene color y brilla.
Luego, cuando él fue pintor, amó también el negro y el blanco, además de los colores vivos.
En 1917 llegó la Revolución.
(...)
¡Exigen vuelos!
Piden al niño experimentos y fantasía.
Todo lo que había soñado siempre.

Alexandr Ródchenko