21.2.12


Reverón, 1953. Margot Benacerraf


El deslumbramiento

Hace muchos años, en la Cinemateca francesa, tuve la ocasión de contemplar un cortometraje realizado en blanco y negro que me causó una profunda impresión. Retuve, sin conocer su obra, el nombre del pintor al cual estaba consagrado debido al ambiente excepcional que el film reflejaba. Su recuerdo -nunca más he tenido oportunidad de volverlo a ver- se resume, tras la borradura del tiempo, en la imagen del pintor frente a la luz terrible, en la evidencia de una gestualidad muy especial y, sobre todo, en la presencia de unas extrañas muñecas suspendidas que, movidas por el viento, creaban un clima enigmático, y en cierto modo trágico.

 Bastaron estas presencias para retener el nombre de un pintor que desconocía y desear conocer su obra. Ya a través del film se desgajaba algo difícil de describir, relacionado con la impresión fulminante que pueden causar ciertas obras y personas, incluso de compleja y antisocial psicología, algo consolador que, al margen del efectismo y la grandilocuencia, garantizan al menos la autenticidad, la convicción de hallarnos frente a alguien poseído verdaderamente por el demonio de la creación. Sería más tarde cuando pude contemplar la obra de Armando Reverón, primero a través del hermoso libro de Alfredo Boulton enviado por un amigo venezolano, y un poco más tarde en la Galería de Arte Nacional de Caracas, en el Museo de Bellas Artes de La Habana y en algunas colecciones particulares.

 No puedo decir con certeza si la impresión recibida durante la visita al lugar en donde vivió Reverón -su castillete de Macuto, en la costa caribeña-, se correspondía con el ambiente del recordado film. Nos hallábamos junto a dos chozas con techo de paja rodeadas de un muro de piedra, y en realidad visitábamos un museo inhabitado, algo conservado amorosamente, una reliquia abandonada de la vida. La luz exterior, cegadora, se filtraba a través del coberizo y de las cortinas de cañamazo, de los muros de troncos clavados en el suelo, iluminando los muebles rústicos, los bellos objetos construidos por el pintor -inútiles instrumentos musicales, y entre ellos unos guitarrones que rivalizaban con los realizados por Picasso durante el cubismo-, y sobre todo las muñecas de trapo, de tamaño natural, ahora depositadas en el suelo, sentadas o recostadas en camastros. Las muñecas ya no se movían bajo el viento, pero perduraba, ya sin el énfasis proporcionado por la cámara cinematográfica y su pedazo de "vida raptada", el ambiente misterioso y humilde de aquel lugar traspasado por la naturaleza, el milagro de un mundo inventado, el refugio paradisíaco del Robin Crusoe de la pintura.

 El poblado taller de Reverón, creado a partir de naufragios, naufragando él mismo, periódicamente, en una neurosis que le privaba momentáneamente de su relación con la vida a través del arte, aparece, por contraste con el universo lumínico exterior cuyo exceso sus cuadros reflejaban, su complemento subterráneo, el refugio del ermitaño poblado de fantasmas tangibles, un castillo de penumbra propicio para una liberación hecha solamente de luz. La soledad era compensada con un mundo ficticio e imaginario en el cual las muñecas, provistas de un hálito fantasmagórico, sustituían a los modelos femeninos para rememorar al mismo tiempo una infantil demora, reemplazando en zona oscura, con su silencio, la carencia del universo humano. Contraste entre la vida y la obra, entre un adentro y unafuera: afuera la playa resplandeciente, adentro el aspecto sombrío de la vida atravesada por el artificio.

 Templo poblado de un mundo encantado, caja penumbrosa y transparente, morada propicia a la anulación de las fronteras entre la realidad y la fantasía... En este lugar, rompiendo las convenciones sociales, vivió Armando Reverón junto a Juanita Mora, una indígena -que fue madre y esposa- y de un mono llamado invariablemente Pancho. En el interior de este mundo tan reducido, a un tiempo taller, refugio, museo y zoológico, un antes azulado y sombrío de reminiscencias simbólicas, un después de dominante sepia, y en el centro, abriendo y cerrando el paréntesis, diez años de lumínica exaltación pintando invariablemente la misma playa. Esta investigación obcecada, ciertamente autónoma, novedosa y apasionante, fue consumada en la soledad de su guarida sin apenas comunicación intelectual, en un total aislamiento. Reverón vivió paralelamente, no solamente ajeno al mundo de los hombres, sino también al de las sacudidas estéticas, alcanzando lo universal, sin tener consciencia de ello, a partir de su rincón tropical. (...)

Para ejercer su arte, el pintor venezolano precisaba del uso de un ritual especial, así como de determinadas circunstancias que podrían relacionarse con cierta forma de magia. Éstas comprendían la supresión del ruido, el rechazo de ciertos materiales ásperos o duros -tenía fobia al metal y envolvía los pinceles en tela-, el permanecer casi desnudo a fin de impedir que los colores de su ropa se interpusieran entre sus ojos y la pintura, ciñendose fuertemente la cintura con el fin de que la zona inferior de su cuerpo no contaminara la parte superior. Pintaba descalzo, creyendo que el contacto con la tierra le transmitía fuerza,y mostraba frente a la tela una actitud transpuesta, precisando del aislamiento para establecer, en una forma de trance, la deseada comunicación con el soporte y no entorpecer su relación con la pintura. Atacaba el cuadro violentamente, mediante movimientos nerviosos y rítmicos, cercanos a un ritual frenético, siendo a través de esta tensión, tan patente en sus cuadros blancos, como lograba una sensitiva y vertiginosa comunicación. (...)

A este respecto, el testimonio de Alfredo Boulton en el libro mencionado, resulta imprescindible para comprender cómo trabajaba Armando Reverón: Era un ejercicio extremadamente libre y sutil durante el cual las formas cobraban vida a medida que el movimiento de su cuerpo mantenía su ritmo. Era una gesticulación que sugería reminiscencias de tipo erótico y como ancestral ante la presencia del toro. En aquellos momentos el artista se aislaba de todo contacto exterior: no tocaba metales, tapaba sus oídos con grandes tacos de algodón o pelotas de estambre, y dividía su cuerpo en dos zonas, ciñendose cruelmente la cintura. Luego, mediante un ritual de gestos y de ruidos, como entrando en trance ante el lienzo, entornaba los ojos, bufaba y simulaba los gestos del pintar hasta que el ritmo del cuerpo y las gesticulaciones hubiesen adquirido suficiente ímpetu y velocidad. Entonces, con actitudes de espasmo, era cuando embestía la tela como si fuese el animal que rasgaba el trapo rojo de la muleta. A veces, en esas embestidas, lograba perforar la obra. Era como la integración de la materia humana y la materia plástica.

 Lo cierto es que el concepto de lo inacabado, que en Reverón forma parte consustancial de su expresividad, exige una lucidez especial en el sentido de saber abandonar el cuadro en su momento óptimo y vital, y que la acción del pintor, que pudiera calificarse de acto de posesión -y lo es ciertamente para algunos artistas-, comprende un sutil control de los medios empleados para verter la imagen mental en el dinamismo de una acción por ella exigido. La mejor prueba de esta situación es que este mundo febril, fugaz e inconcluso, queda plasmado en convincente y emotiva solución plástica, e incluso con gran refinamiento. Esta aparente contención en la exaltación parece contradecir el mecanismo ritual mediante el cual se obtuvo el cuadro, mostrando en realidad que la rápida ejecución, la gestualidad que comporta, estaba al servicio de una intención muy precisa que se correspondía con la presión de un coherente universo mental. La decidida y fervorosa concepción cosmogónica de Armando Reverón se resume, paradójicamente, en una doble contradicción: por una parte, la obtención de tan sutiles resultados precisaba la anormalidad dinámica, exaltada y gestual, y por otra, el acceso a tan lírica comunicación exigió un despojamiento inhabitual y el uso de medios técnicos muy humildes. (...)

 El pintor venezolano pintó el "paisaje nevado de la mente". (...)

 El paisaje es transpuesto a través de la mirada subjetiva, desintegrándose en su esencia lumínica, anulándose las formas y desapareciendo los colores, como si la luz fundidora y disolvente bastase por sí misma para construir una pintura. De hecho, Reverón pinta sus cuadros con luz blanca, incluso solamente con luz en ciertas obras más sombrías en donde la textura y el color del soporte bastan para crear la sombra. Como si la realidad se transformara en su propio negativo para mostrar únicamente el aura de las formas, la claridad desmaterializadora, un éxtasis que podemos relacionar, por antítesis, con la "noche oscura" de san Juan de la Cruz. Iluminando en fogonazo repentino un universo dinámico colapsado por un instante, la luz cegadora de una playa se traspasa de otra ceguera interior bien alejada de la propia realidad. La playa mental de Reverón no refleja, ni más ni menos, que su propio deslumbramiento.


Antonio Saura
Visor



El árbol, 1931. Armando Reverón