13.2.12
Retrato de mujer, Fayum, Egipto, siglo II d. C.
Son los retratos más antiguos que se conocen; se pintaron al mismo tiempo que se escribían los Evangelios. ¿Por qué nos sorprende hoy entonces su inmediatez? ¿Por qué sentimos su individualidad tan próxima a la nuestra? ¿Por qué parecen más contemporáneos que el resto del arte europeo tradicional desarrollado en los dos mil años siguientes? Los retratos de Fayum nos conmueven como si hubieran sido pintados el mes pasado. ¿Por qué? Éste es el enigma.
(...) Voy a considerar sólo dos actos. En primer lugar, el acto de pintar uno de esos retratos, y, en segundo lugar, el acto de mirarlo hoy.
Ni quienes encargaban los retratos ni quienes los pintaban se imaginaron nunca que éstos serían vistos por la posteridad. Eran imágenes destinadas a ser enterradas, imágenes sin un futuro visible.
Esto significa que existía una relación especial entre el pintor y el retratado. El retratado todavía no se había transformado en modelo, y el pintor todavía no se había convertido en un agente de la gloria futura. En lugar de esto, ambos colaboraban en una preparación para la muerte, una preparación que garantizara la supervivencia. Pintar era nombrar, y ser nombrado era garantía de esa continuidad.
En otras palabras, el pintor de Fayum no era convocado para hacer un retrato, tal como se ha lleguado a entender ese término, sino para registrar a su cliente, el hombre o la mujer que lo miraban. Era el pintor, más que el "modelo", quien se sometía a ser mirado. Todos los retratos que hiciera empezaban con este acto de sumisión por parte del pintor. Por eso hemos de considerar que estas obras no son retratos, sino pinturas sobre la experiencia de ser mirado por Aline, Flavian, Isarous, Claudine...
El planteamiento y el tratamiento son totalmente distintos de todos los que encontraremos más tarde en la historia del retrato. Los retratos posteriores eran pintados para la posteridad, ofrecían a las generaciones futuras una prueba de la existencia de quienes vivieron en un momento determinado. Cuando todavía estaban siendo pintados, ya eran imaginados en un tiempo pasado, y el pintor, al pintarlos, se refería a su modelo en tercera persona, ya fuera singular o plural. Él, Ella, Ellos tal como yo los comtemplé. Por eso hay tantos que parecen antiguos aunque no lo sean.
En el caso de los retratos de Fayum, la situación era muy distinta. El pintor se sometía a la mirada del retrato, para el cual él era el pintor de la Muerte, o, tal vez, para expresarlo con mayor precisión, el pintor de la Eternidad. Y la mirada del retratado, a la que se sometía el pintor, se dirigía a él en la segunda persona del singular. De modo que su respuesta -que era el acto de pintar- utilizaba el mismo pronombre personal: Toi, Tu, Esy, Ty... que estás aquí. Eso explica, en parte, su inmediatez.
Al mirar estos "retratos", que no estaban destinados a nosotros, nos encontramos de pronto atrapados en el hechizo de una intimidad contractual muy especial. Puede que hoy no nos resulte fácil entender ese contrato, pero la mirada nos habla, sobre todo hoy.
Si los retratos de Fayum hubieran sido descubiertos, digamos en el siglo XVIII, creo que habrían sido considerados una simple curiosidad. Probablemente, para una cultura confiada, en expansión, estas pequeñas pinturas sobre tela o madera no serían sino unas muestras torpes y repetitivas, carentes de inspiración, vacilantes y precipitadas.
La situación en este fin de siglo es bien distinta. El futuro se ha encogido, al menos por el momento, y el pasado parece ser redundante. La respuesta más simple sería decir que son una forma artística híbrida, bastarda, y que en su heterogeneidad hay algo similar a la situación actual del arte. (...)
Imaginémonos, pues, lo que sucede cuando alguien se topa con el silencio de las caras de Fayum y se para en seco. Unas imágenes de hombres y mujeres que declaran que están vivas, como lo está quien las esté mirando. Encarnan, pese a toda su fragilidad, un respeto hoy olvidado por uno mismo. Confirman, pese a todo, que la vida fue y es un don.
Pero hya otra razón por la que los retratos de Fayum nos hablan hoy. Este siglo, como se ha señalado en infinidad de ocasiones, es el siglo de la emigración, obligada o voluntaria, es decir, un siglo de infinitas separaciones y un siglo obsesionado por los recuerdos de esas separaciones.
La angustia que sobreviene cuando se echa de menos lo que ya no está es semejante a encontrarse de pronto con una vasija caída y hecha pedazos en el suelo. Uno recoge en soledad los trozos, encuentra la manera de encajarlos y los pega cuidadosamente, uno a uno. Finalmente, la vasija vuelve a su forma original, pero ya no será nunca como era antes. Por un lado, es defectuosa y, por el otro, se ha hecho más preciada. Algo parecido sucede con la imagen de un lugar o de una persona querida tal como las preservamos en nuestro recuerdo después de la separación.
Los retratos de Fayum tocan de una forma parecida una herida semejante. (...)
John Berger
El tamaño de una bolsa