14.2.12


Sin título, 1979. Willem de Kooning


El caballete de De Kooning

En el bastidor inclinado del vidriero se nos muestran sucesivamente las tablas del rigor y de la bienaventuranza. Un envolvente vendaval cuando la diosa, haciéndose, se refleja. Una entrecortada y creciente inundación, cuando el cosmos se agita en el espejo traspasado.

 Vértices del mágico rectángulo: dentro, fuera, superficie impoluta, sexo-pincel. En todo caso transparencia de quien logró conciliar vida y pintura, de quien permaneciendo en fervorosa disponibilidad -adolescencia y senectud conjuntadas- pinta la permanencia entre el nacimiento y la extinción. Pero no solamente el estado de gracia, sino también la libertad del vaivén entre la atada y explosiva forma primigenia y la expansión sin fronteras de un elástico ámbito sin cesar reconstruido. Renovado llenar donde la concentración y la expansión se reúnen, no ya en el interior gris-pardo de los cristales enloquecidos, sino en el latigazo y en la maraña de los impulsos inconclusos. Encadenamiento, solicitación, cortocircuito, aproximación. Conflicto permanente entre lo abierto y lo cerrado, el color y la estructura, lo líquido y lo corpóreo, la lisura y la aspereza. Dócil intensidad de cada paso, desgarrada y reflexiva bravura. Fraternidad de la historia y ceguera del presente. Fruto del combate: bidimensionalidad sin reproche, persistencia del espejismo. La ostra gris y nacarada, el ácido limón, el podrido humus otoñal, el color indecible de la aurora, se conjugan en la lentitud deseada y en el temido vértigo del instante. Pintura haciéndose, milagroso castillo cuajándose, respiración detenida.

 Razón del monstruo. Convulsión de la mirada. Atravesando andamio o guillotina. En la amplia factoría, junto a la mesa del quirófano, flota, como un altar sacrifical, el espléndido caballete de De Kooning esperando el despertar de las estaciones.

Antonio Saura
Visor