Me parece muy razonable la creencia celta de que las almas
de los que hemos perdido están cautivas en algún ser inferior, en un animal, en
un vegetal, en un objeto inanimado, perdidas realmente para nosotros hasta el
día, que para muchos nunca llega, en que resulta que pasamos junto al árbol o
entramos en posesión del objeto que constituye su cárcel. Entonces se
estremecen, nos llaman, y tan pronto como las hemos reconocido, el
encantamiento queda roto. Liberadas por nosotros, han vencido a la muerte y vuelven
a vivir en nuestra compañía.
Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido que
tratemos de evocarlo, inútiles todos los esfuerzos de nuestra inteligencia.
Está oculto fuera de su dominio y de su alcance, en algún objeto material (en
la sensación que ese objeto material nos daría) que ni siquiera sospechamos. Y
ese objeto, depende del azar que lo encontremos antes de morir, o que no lo
encontremos.
Hacía ya muchos años que, de Combray, cuando no fuera el
teatro y el drama de acostarme había dejado de existir para mí, cuando un día
de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso
tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Me negué al principio pero, no sé
por qué, cambié de idea. Mandó a buscar uno de esos bollos cortos y rollizos
llamados pequeñas magdalenas que parecen haber sido moldeados dentro de la
valva acanalada de una vieira. Y acto seguido, maquinalmente, abrumado por
aquella jornada sombría y la perspectiva de un triste día siguiente, me llevé a
los labios una cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de
magdalena. Pero en el instante mismo en que el trago mezclado con migas del
bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de
mí se producía. Un placer delicioso me había invadido, aislado, sin que tuviese
la noción de su causa. De improviso se me habían vuelto indiferentes las
vicisitudes de la vida, inofensivos sus desastres, ilusoria su brevedad, de la
misma forma que opera el amor, colmándome de una esencia preciosa; o mejor
dicho, aquella esencia no estaba en mí, era yo mismo. Había dejado de sentirme
mediocre, contingente, mortal. ¿De dónde había podido venirme aquel gozo tan
potente? Lo sentía unido al sabor del té y del bollo, pero lo superaba
infinitamente, no debía de ser de igual naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué
significaba? ¿Dónde cogerlo? Bebo un segundo sorbo donde no encuentro más que
el primero, un tercero que me aporta algo menos que el segundo. Es tiempo de
parar, la virtud del brebaje parece disminuir. Es evidente que la verdad que
busco no está en él, sino en mí. La ha despertado, pero no la conoce, y lo
único que puedo hacer es repetir indefinidamente, cada vez con menos fuerza,
ese mismo testimonio que no sé interpretar y que quisiera al menos poder pedirle
otra vez y encontrar intacto, a mi disposición dentro de poco, para un
esclarecimiento decisivo. Dejo la taza y me vuelvo hacia mi espíritu. Es él
quien debe hallar la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre cada vez que el
espíritu se siente superado por sí mismo, cuando él, el buscador, es juntamente
el país oscuro donde debe buscar y donde todo su bagaje no ha de servirle para
nada. ¿Buscar? Más aún: crear. Está frente a algo que todavía no existe y a lo
que sólo él puede dar realidad, y luego hacerlo entrar en su luz.
Y vuelvo a preguntarme cuál podía ser ese estado
desconocido, que no aportaba ninguna prueba lógica sino la evidencia de su
felicidad, de su realidad, ante la que las demás se desvanecen. Trataré de
hacerlo reaparecer. Retrocedo con el pensamiento al instante en que tomé la
primera cucharada de té. Encuentro el mismo estado, pero no una claridad nueva.
Pido a mi espíritu un esfuerzo más, que haga volver de nuevo la sensación que
huye. Y, para que nada quiebre el impulso con que otra vez ha de intentar
captarla, aparto cualquier obstáculo, toda idea extraña, resguardo mis oídos y
mi atención de los ruidos de la habitación contigua. Pero cuando siento mi
espíritu extenuarse sin éxito, lo induzco por el contrario a distraerse, cosa
que le negaba, a pensar en otra cosa, a rehacerse antes de una tentativa
suprema. Luego, por segunda vez le hago el vacío delante, lo pongo frente al
sabor todavía reciente de ese primer sorbo y siento estremecerse en mí algo que
se desplaza, que quería elevarse, algo que se habría quedado sin ancla, a gran
profundidad; no sé qué es, pero va subiendo despacio; noto la resistencia y
percibo el rumor de las distancias que atraviesa.
Verdad es que, lo que así palpita en el fondo de mí mismo,
debe de ser la imagen, el recuerdo visual que, unido a ese sabor, trata de
seguirlo hasta mí. Pero lucha demasiado lejos, con demasiada confusión; apenas
si logro percibir el reflejo neutro donde se confunde el imperceptible
torbellino de los colores agitados; mas no alcanzo a distinguir la forma, a
pedirle, único intérprete posible, que me traduzca el testimonio de su
contemporáneo, de su inseparable compañero, el saboe, a suplicarle que me
enseñe de qué circunstancia particular, de qué época del pasado se trata.
¿Llegará hasta la superficie de mi lúcida conciencia aquel
recuerdo, aquel instante remoto que la atracción de un instante idéntico ha
venido de tan lejos a solicitar, a conmover, a levantar en el fondo más
profundo de mí mismo? No sé. Ahora no siento nada, se ha detenido, tal vez ha
vuelto a bajar; quién sabe si volverá a ascender alguna vez de su noche… Diez
veces tengo que volver a empezar, inclinarme hacia él. Y cada vez la cobardía
que nos aparta de cualquier tarea difícil, de cualquier empresa importante, me
indujo a dejarlo, a beber mi té pensando simplemente en mis sinsabores de hoy,
en mis anhelos de mañana que se dejan rumiar sin esfuerzo.
Y de repente se me apareció el recuerdo. Aquel sabor era el
del trocito de magdalena que me ofrecía los domingos por la mañana en Combray
(porque los días festivos yo no salía antes de la misa), cuando iba a darle los
buenos días a su cuarto, mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión
de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada
antes de haberla probado; acaso porque, habiéndolas visto luego a menudo, sin
comerlas, en los anaqueles de las pastelerías, su imagen había dejado aquellos
días de Combray para unirse a otros más recientes; acaso porque de aquellos
recuerdos abandonados tanto tiempo fuera de la memoria no sobrevivía nada,
porque todo se había disgregado; las formas –incluida la de la pequeña vieira
de pastelería, tan generosamente sensual bajo su plisado severo y devoto-
habían sido abolidas, o, adormecidas, habían perdido la fuerza expansiva que
les hubiese permitido alcanzar la conciencia. Mas, cuando nada subsiste de un
pasado antiguo, tras la muerte de las criaturas, tras la destrucción de las
cosas sólo el olor y el sabor, más frágiles pero más vividos que nunca, más
inmateriales, más persistentes y más fieles, perduran todavía mucho tiempo,
como almas, recordando, aguardando, esperando sobre las ruinas de todo lo
demás, soportando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el edificio
inmenso del recuerdo.
Y en cuanto reconocí el sabor del trocito de magdalena
mojado en la tila (aunque todavía no supiese y hubiera de dejar para mucho más
tarde el descubrimiento de por qué me volvía tan feliz aquel recuerdo), al
punto la vieja casa gris que daba a la calle, donde estaba su cuarto, vino como
un decorado de teatro a aplicarse al pequeño pabellón, que daba al jardín, y
que habían construido mis padres en la parte de atrás (aquel lienzo de pared
truncado, lo único que yo había vuelto a ver hasta ese momento); y, junto con
la casa, la ciudad, desde la mañana a la noche y en todo tiempo, la Plaza
adonde me mandaban antes del almuerzo, las calles por donde iba para hacer
algunos recados, los caminos que seguíamos si el tiempo era bueno. Y, del mismo
modo que en ese juego con que los japoneses se divierten empapando en un bol de
porcelana lleno de agua trocitos de papel hasta entonces indistintos y que,
apenas sumergidos, se estiran, asumen contornos y colores, se diferencian volviéndose
flores, casas, figuras consistentes y reconocibles, así ahora todas las flores
de nuestro jardín y las del parque del señor Swann, y las ninfeas del Vivonne,
y la buena gente del pueblo y sus pequeñas casitas y la iglesia y todo Combray
y los campos de alrededor, todo eso que está tomando forma y solidez, ha
salido, ciudad y jardines, de mi taza de té.
Marcel Proust
Por la parte de Swann. En busca del tiempo perdido.