13.2.13
Andrei Rublev, 1966. Andrei Tarkovski
-¡Aquí lo tenéis! -exclamó el anciano, con el cabello en desorden, el rostro inflamado por una excitación sobrenatural, los ojos chispeantes y jadeando como un joven ebrio de amor-. ¿Verdad que no os esperabais tanta perfección? Estáis ante una mujer y buscáis un cuadro. Hay tanta profundidad en este lienzo, el aire es tan auténtico que no podéis distinguirlo del que nos rodea. ¿Dónde está el arte? ¡Perdido, desaparecido! Tenéis las formas de una muchacha. ¿No he captado bien el color, la vivacidad de la línea que parece delimitar el cuerpo? ¿No es el mismo fenómeno que nos presentan los objetos que están en la atmosfera como los peces en el agua? Observad cómo destacan los contornos sobre el fondo. ¿Acaso no parece que podáis acariciar esta espalda? Cierto que llevo siete años estudiando los efectos de la fusión de la luz con los objetos. ¿Y no inunda la luz esos cabellos? Pero creo que ha respirado... ¡Ah! ¿Quién no estaría dispuesto a postrarse a sus pies? La carne palpita. Va a levantarse, aguardad.
-¿Veis algo? -preguntó Poussin a Porbus.
-No. ¿Y vos?
-Nada.
Los dos pintores dejaron al anciano sumido en su éxtasis y comprobaron si la luz, al caer a plomo sobre el lienzo que les mostraba, no neutralizaba todos sus efectos. Examinaron entonces la pintura, poniéndose a la derecha, a la izquierda, de frente, agachándose y levantándose una y otra vez.
-Sí, sí, es un lienzo -les decía Frenhofer, malinterpretando el objeto de tan escrupuloso examen-. Ved, esto es el marco, esto el caballete, y aquí están mis colores y mis pinceles.
Y, tomando un pincel, lo enseño con gesto pueril.
-El viejo lansquenete nos está tomando el pelo -dijo Poussin, volviendo a acercarse al supuesto cuadro-. No veo aquí más que un amasijo de colores, prisioneros de una multitud de extrañas lineas que forman un muro de pintura.
-Nos engañamos. Mirad -replicó Porbus.
Al acercarse, divisaron en un ángulo del lienzo la punta de un pie desnudo que sobresalía entre aquel caos de colores, tonos, matices fluctuantes, una suerte de niebla sin forma. ¡Pero un pie delicioso, un pie vivo! Se quedaron petrificados de admiración ante aquel fragmento que había escapado de una increíble, lenta y progresiva destrucción. Aparecía allí aquel pie como el busto de alguna Venus de mármol de Paros, surgido entre los escombros de una ciudad incendiada.
-Ahí debajo hay una mujer -exclamó Porbus, señalando a Poussin las distintas capas de pintura que el anciano pintor había superpuesto sucesivamente, convencido de que así perfeccionaba su cuadro.
Ambos pintores se volvieron espontáneamente hacia Frenhofer, comenzando a explicarse, aunque de manera vaga, el éxtasis en que esté vivía.
-Él obra de buena fe -dijo Porbus.
Sí, amigo mío -contestó el anciano, volviendo a la realidad-, hace falta buena fe, fe en el arte, para realizar una obra semejante. Algunas de estas sombras me han costado infinitos sudores.. Mirad, en la mejilla, debajo de los ojos, hay una leve penumbra que, si la observáis en la naturaleza, os parecerá casi irreproducible. Pues bien, creedme si os digo que reproducir ese efecto me ha costado ímprobos esfuerzos. Es más, mi querido Porbus, observa atentamente mi trabajo, y comprenderás mejor lo que te decía sobre el modo de tratar el modelado y los contornos, observa la luz del seno y comprobarás cómo, mediante una serie de toques y resaltes muy empastados, he logrado captar la auténtica luz y combinarla con la blancura refulgente de los tonos iluminados; y cómo, por un proceso inverso, difuminando los relieves y el grano de la pasta, he conseguido, a fuerza de suavizar el contorno de la figura, bañada en tonos intermedios, eliminar incluso la idea de dibujo y de artificios y conferirle el aspecto y la plenitud de la naturaleza. Acercaos, y veréis mejor el trabajo. De lejos, desaparece. ¿Veis? Creo que aquí es muy notable.
Y con la punta del pincel señalaba a los dos pintores un empaste de color claro.
Porbus dio un golpecito en el hombro al anciano, al tiempo que se volvía hacia Poussin.
-¿Sabéis que estamos ante un gran pintor? -dijo.
-Es más poeta que pintor -contestó muy serio Poussin.
-Aquí -replicó Porbus, tocando el lienzo- acaba nuestro arte en la tierra
-Y desde aquí va a perderse en los cielos -dijo Poussin.
-¡Cuántos goces en este pedazo de lienzo! -exclamó Porbus.
El anciano, absorto, no los escuchaba y sonreía a aquella mujer imaginaria.
Honoré de Balzac.
La obra maestra desconocida.
Observen que siempre habrá un problema que atravesará toda la historia de la pintura: ¿qué hacer con la carne cuando somos coloristas? Es incluso en esto que, extrañamente, la pintura y los fenomenólogos se han encontrado tanto, por el hecho de que unos y otros están tan animados por el tema de la carne, del cuerpo encarnado. Merleau-Ponty encontró la pintura a partir de la carne. ¿Qué hacer con la carne?
He marcado una muy bella frase de Goethe, sólo para mezclar todo: Para la carne el color debe estar absolutamente liberado de su estado elemental.
Gilles Deleuze
Pintura. El concepto de diagrama.
Dice Frenhofer al pobre Porbus: No profundizáis lo bastante en la intimidad de la forma… Pero ¿qué es la forma? Es, responderá resumiendo Frenhofer, una fertilidad imperceptible de los pliegues. Lo visible sería como una inmensa y profusa topología de los pliegues, un laminar peculiar generalizado, en el que el intersticio sería en cierto modo el lugar de la diferencia, del sentido.
Frenhofer, enigmático nombre propio inventado por Balzac, no deja de tener afinidades con una idea de un mundo visible inestable, en el que toda forma deberá su existencia casi al azar de una concreción espectral. Poussin y Porbus forman parte de la historia “verdadera” del arte, pero ¿de qué historia forma parte ese genio desconocido llamado Frenhofer? De una historia mítica, evidentemente, una invención balzaquiana, pero también de la historia de lo diáfano, precisamente. Cinco años antes de la redacción de La obra de arte desconocida, moría en plena gloria el óptico Fraunhofer, autor de una Teoría de los halos, de una memoria sobre las alteraciones de la luz, y sobre todo célebre fundador de la espectroscopia: había sido el primer físico en poner en evidencia la naturaleza espectral de la luz solar (utilizando para ello la fuerza dispersiva de los prismas): el rayo de luz pura aparecía constituido por quinientas setenta y seis películas o líneas (llamadas “líneas de Fraunhofer”) cuya disposición se suponía que quería decir algo sobre la naturaleza material del astro solar (la suposición se confirmó; Fraunhofer estableció por lo demás una auténtica clasificación espectrográfica de las estrellas). El sabio Fraunhofer había por tanto penetrado en la intimidad de los cuerpos celestes mediante el análisis de sus espectros, de sus diáfanas emanaciones peculiares. Podemos imaginar de hecho que el hiper-pintor Frenhofer intentara lo mismo con los cuerpos de carne.
Sin embargo, semejante “exigencia de la forma” está en principio expuesta al mayor de los peligros. Ya que se inscribe en una especie de juego cruel, un mortal quien-gana-pierde (que nos recuerda por supuesto La piel de zapa) donde la ley estaría constituida por una especie de hiperfísica (la palabra es, entre otros de Nadar), una hiperfísica de la mimesis. Hiperfísica, y no metafísica: la mímesis aparece aquí pensada en efecto como una materia, evidentemente sutil, pero a pesar de todo es una materia, “una sustancia madre”, escribe Balzac, un tejido de entrañas. Es por lo tanto una hiperfísica del pliegue y de la vibración, como una diaphanés generalizada, casi orgánica. La presentación corporal, pero también el pensamiento, provendrían de ella. Y lo mismo el sonido y la luz, según un principio de equivalencia generalizado y sutil: “El sonido es la luz bajo una forma distinta: uno y otra proceden por vibraciones que llegan al hombre y que él transforma en pensamiento en sus centros nerviosos. La música, lo mismo que la pintura, utiliza cuerpos que tienen la facultad de separar tal o cual propiedad de la sustancia madre, para componer cuadros”, explica Balzac por boca de ese otro genio desconocido, Gambara. El cuadro es, por lo tanto, no solamente un tópico, sino una dinámica y una energética de lo vivo (lo diáfano pensado como una biología de lo sensible). Y Balzac concluye que, como la pintura, “la música es un arte tejido en las entrañas mismas de la Naturaleza”.
Tejido en las entrañas, admirable fórmula. En fín, se comprenderá que el cuadro (tela, tejido) no es una superficie como lo son el color, la piel o ese principio “laminado” de lo visible que Balzac sugiere aquí. El cuadro es en sí mismo una estructura del pliegue, del intersticio. Pero ¿qué estructura exactamente?, esa es la cuestión. Frenhofer la buscaba, levantando “capa a capa los cuadros de Tiziano”, a fin de progresar en la sapiencia. El cuadro sería como un lecho del pliegue. Tal vez ahí se encuentra la señal de su estatuto más materialmente operatorio. La hipótesis balzaquiana de una hiperfísica pelicular constituiría aquí la esplendida parábola. Que basta con tener en cuenta el problema que examinamos, el del encarnado, nos damos cuenta por la continua exigencia de una conversación topológica del plano en cuanto tal en un efecto de piel; su forma reticular, de intersticio, de exudación, de tránsito (vicisitudes de la apíphasis y de la aphánisis). Aquí nos encontramos sin duda “en el plano” de un fantasma relativo a los medios de la pintura. Sin embargo, precisamente, el fantasma no es un “plano”. Su relación con su objeto es más bien estructural, un punzón (dice Lacan), o sea, una triple función de la penetración, del trenzado estructural y del procedimiento de impresión.
Que la vieja noción de superficie (subjectile) sea un verdadero nudo (pertinencia y dificultad) en esta problemática es algo que no sorprenderá a nadie. Debemos a Jean Clay su reinstauración teórica, al mismo tiempo en que la descubre precisamente en lo más novedoso de las prácticas pictóricas del siglo XIX: allí donde, “mediante trenzados, desbordamientos, encabalgamientos”, la pintura “tiende a sobrepasar la problemática de la superficie a fin de alcanzar (…) la categoría del laminado, de la capa, del espesor. Que haya trenza, pliegue, intersticio, “aleteo de espacio” mediante el cual los fondos “remontan, atraviesan, forman superficie”, eso significa en principio que el cuadro funciona como una aporía de la proyección, de la proyección-proyecto. La proyección choca o se atasca, se frustra siempre, en algún momento, en el espesor del cuadro, precisamente porque la dimensión de la superficie (subjectile), en su complejidad, produce el retorno, el reenvío, la retirada del proyecto, en el destiempo del lanzamiento. Ésta es la razón por la que, en este caso, sólo puede hablarse de superficie precisando su naturaleza inductiva, no proyectiva, y reinyectando, más allá de sus cualidades de extensum (de tamaño extensivo, de superficie de plano), la cualidad intensiva del spatium, de la “profundidad implicada” de la que Jean Clay dice que es una estructura de recubrimientos, de borraduras, y al mismo tiempo de descubrimientos, de ecos.
“Los nudos tienen una prioridad lógica sobre las líneas”, escribe Lévi Strauss, plantean un problema antes incluso de que se formulen los problemas del diseño, incluso los del designio de la pintura. Hubert Damisch, desarrollando el enunciado-programa de Leví-Strauss, ha propuesto sobre esta cuestión el más pertinente de los paradigmas: el de la trenza. “Allí donde el semiólogo se empeña en vano en descubrir las “unidades mínimas” que le autorizarían a considerar a la pintura como un “sistema de signos”, la pintura demuestra, en su misma textura, que el problema requiere ser planteado al revés, en el contexto de las relaciones entre los términos, no en el de las líneas sino en el de los nudos”.
No es casualidad que Merleau-Ponty, cuando se ocupa de la noción de carne, lo haga precisamente a través de los aspectos del nudo y de la trama, de la vuelta y del fondo, del tránsito y de la abertura (béance), del tacto y de la distancia, del tejido y de la diferencia; no fue casualidad que tal página, ejemplar en todo el proceso, concerniera también al color rojo: “Ese rojo no es lo que es más que relacionándose con los otros rojos de su alrededor, con los que forma una constelación, o con otros colores que domina o que le dominan, que atrae o que le atraen, que rechaza o que le rechazan. En resumidas cuentas, se trata de cierto nudo en la trama de lo simultáneo y lo sucesivo. Es una concreción de la visibilidad, pero no es un átomo. (…) Cierto rojo es también un fósil traído desde las profundidades de los mundos imaginarios. Si tuviéramos en cuenta todas estas particularidades, nos daríamos cuenta de que un color puro, y en general algo visible, no es un trozo de ser consciente, insecable, expuesto completamente desnudo a una mirada que sólo podría ser total o nula, sino más bien una especie de estrecho entre horizontes exteriores y horizontes interiores siempre abiertos, algo que viene a rozar y hace que resuenen a distancia diversas regiones del mundo coloreado o visible, cierta diferenciación, una modulación efímera de ese mundo, menos color o cosa, por tanto, que diferencia entre cosas o colores, cristalización momentánea del ser coloreado o de la visibilidad. Entre los colores y las pretensiones visibles, se encontrará el tejido que nos refuerza, que los sostiene, los nutre, y que, él, nos es ninguna cosa, sino posibilidad, latencia y carne de las cosas”.
Concierne a todo lo que se abisma en el cuadro: lo que hace que, cuando creemos estar viendo un cuadro, de hecho somos nosotros los que estamos siendo observados.
Lienzo sería aquí la palabra que nombra el efecto, estructural tanto como fenomenológico, mediante el cual el extensum del cuadro se convierte de repente en punctum, pero al mismo en spatium: profundidad implícita, intensa, temporal. El lienzo denominaría una capacidad de metamorfosis del cuadro, el extremo punzante del “debate de la trenza en el plano”: denominaría al cuadro con su efecto de plano punzante. Éste es un efecto paradójico. Es algo que tiene que ver con el instante, la escansión, el suplemento, el fantasma. Constituye el punzón (abertura, agujero, mancha, corte, impresión), el punzón figural del fantasma en la clausura del cuadro. Concierne al detalle, o más bien al jirón, y su fulgor. Barthes no se olvidó de señalar el “poder expansivo” del punctum. Y es también esta expansión lo que se trataría de nombrar en el lienzo del pintor. En cuanto efecto metafórico, el lienzo es un más acá (un reverso, una dislocación) de la metáfora; interviene como un agua turbia, incluso como una catástrofe, en el elemento iconográfico de la pintura figurativa. En cuanto punzante, es también un acá, una “dislocación local” del plano y de la red; planus significa en latín lo plano, lo llano, lo claro y lo evidente: “lo que se da por supuesto”; el lienzo sería más bien un efecto de deslegitimación de la evidencia, lo que denominaré una violencia, una precipitación disyuntiva. Tendremos que buscar esta disyunción en las sucesivas clases del obstáculo y de la profundidad, de lo táctil y de lo óptico, del cuerpo y del cuadro, del deseo y del ideal, de lo visto y de lo no visto, de lo local y de lo global, en fin, de la belleza y del duelo. Volvamos a empezar.
“LIENZO, S. M., significa antiguamente la extensión de un cuerpo a lo largo y a lo ancho.”
Georges Did-Huberman
La pintura encarnada.