Salzburgo. Enero 2013.
Curioso que en la memoria todos esos ruidos, hasta el
chirriar de las puertas o el gruñido de tripas, se articulan igual que unos
acordes.
Una obra era algo en que el material casi no era nada y el
ensamblaje casi todo; algo que, estando parado y sin una inercia especial,
estaba en movimiento, cuyos elementos se mantenían mutuamente en el aire, algo
abierto, abordable a cualquiera y no desgastable con el uso.
Sin embargo, en cuanto se intentaba indagar, no se obtenía
por lo general más que un pequeño acontecimiento, o una simple mirada, a través
de la ventana, a una cabaña ardiendo en la noche, o los ríos de barro en el
camino tras la tormenta, pero eso sí, lo contaban con tal vehemencia que
parecía como si algo secundario tuviera el peso de toda una gran vida.
Y fue entonces cuando oyó hablar de un libro, escrito por su
predecesor, donde se hallaba textualmente escrito todo lo que él había escrito
ese día.
Era como si sobre todos ellos estuviera cayendo nieve, a
pesar de no verse los copos. Y justamente ante una imagen tan viva con ese
aleteo casi imperceptible, esos picos apenas abiertos y esos dos puntitos por
ojillos, hizo aparición en el interior del observador aquel paisaje estival en
el que se desarrollaba la historia que estaba escribiendo. Del saúco caía una
lluvia blanca de flores como botoncitos y en los nogales las cáscaras de las
nueces iban adquiriendo su propia redondez. El surtidor de la fuente fue a
encontrarse con el nubarrón que tenía encima. En un campo de trigo junto al que
había unos corderos pastando, se veían las espigas quebradas por el calor, y
por todos los canalillos de la ciudad revoloteaba la pelusilla de los álamos a
la altura del tobillo, y venía tan suelta que para poder verla bajaba la vista
hasta el suelo asfaltado al tiempo que el verdor de los jardines era atravesado
por un zumbido que declinó en susurro, en cuanto el consabido ebajorro se metió
en una flor y desapareció. En el río el bañista metió, por primera vez en ese
año, la cabeza debajo del agua, y luego tomando de nuevo el aire y el sol,
experimentó en los orificios de la nariz la sensación de encontrarse sano y
gozando de un paréntesis provisional. Y a la inversa, siendo verano y sin
querer se agachó jugando para tirarle una bola de nieve al gato, y tocó la
hierba.
Llegando al jardín de su casa, no sabía cómo había logrado
encontrar el camino de vuelta. No recordaba ningún detalle del camino que había
seguido por serpentinas escaleras de piedra hasta lo alto de la montaña. ¿Aquel
hombre tocando el saxofón en la oscuridad de los arbustos del río, acompañando
el murmullo del agua, no era acaso inventado? ¿Y no era también una invención
que él estuviera ahora en su jardín? ¿Acaso no seguía en realidad sentado en la
guarida o muerto a navajazos, a tiros, o atropellado? Se agachó e intentó hacer
una bola de nieve, pero los copos se deshacían.
“Ya sabes que yo también fui escritor muchos años. Hoy me
ves tan contento porque ya no ño soy. Ahora te contaré por qué estoy tan
relajado. ¡Escúchame, amigo mío! Al principio de escribir, yo veía en el mundo
que llevaba dentro una serie fiable de imágenes que me bastaba contemplar y
exponer después una tras otra. Pero con el tiempo se fue perdiendo la claridad
de los perfiles y, aparte de mirarme por dentro, empecé a aguzar el oído. En
aquellos tiempos la idea que me había forjado –y que, según comprobé, se vio
realizada una y otra vez- era que, en lo más hondo de mí, me había sido
confiado algo así como un texto original –mucho más fiable que cualquier
figuración por no sufrir por no sufrir ningún desgaste a efectos del tiempo, en
el cual ser y acontecer eran fenómenos constantes y simultáneos-, y que yo
suspendía todo lo demás y me sumergía en él para transportarlo al papel sin más
dilación. Durante ese periodo para mí escribir consistía meramente en un puro
escuchar y anotar como una traducción, que en lugar de serlo de un texto
visible lo fuera de una voz primigenia y secreta. Pero con ese sueño me ocurrió
lo mismo que me ocurre con todos los míos: al anotarlo espontáneamente una que
otra vez como un fragmento, sino sistemáticamente, día tras día, con la
pretensión de escribir una especie de gran libro de sueños, fue declinando y
perdiendo importancia; aquella fragmentariedad que en ocasiones lo decía todo,
al acabarla como un todo acababa por no decir nada. Ese intento de descifrar un
supuesto texto original dentro de mí y de conferirle por fuerza un contexto, se
me antojó una especie de pecado original. Así empezó. (…)”
Peter Handke
La tarde de un escritor