23.3.13


Salzburgo. Enero 2013.



Curioso que en la memoria todos esos ruidos, hasta el chirriar de las puertas o el gruñido de tripas, se articulan igual que unos acordes.

Una obra era algo en que el material casi no era nada y el ensamblaje casi todo; algo que, estando parado y sin una inercia especial, estaba en movimiento, cuyos elementos se mantenían mutuamente en el aire, algo abierto, abordable a cualquiera y no desgastable con el uso.

Sin embargo, en cuanto se intentaba indagar, no se obtenía por lo general más que un pequeño acontecimiento, o una simple mirada, a través de la ventana, a una cabaña ardiendo en la noche, o los ríos de barro en el camino tras la tormenta, pero eso sí, lo contaban con tal vehemencia que parecía como si algo secundario tuviera el peso de toda una gran vida.

Y fue entonces cuando oyó hablar de un libro, escrito por su predecesor, donde se hallaba textualmente escrito todo lo que él había escrito ese día.

Era como si sobre todos ellos estuviera cayendo nieve, a pesar de no verse los copos. Y justamente ante una imagen tan viva con ese aleteo casi imperceptible, esos picos apenas abiertos y esos dos puntitos por ojillos, hizo aparición en el interior del observador aquel paisaje estival en el que se desarrollaba la historia que estaba escribiendo. Del saúco caía una lluvia blanca de flores como botoncitos y en los nogales las cáscaras de las nueces iban adquiriendo su propia redondez. El surtidor de la fuente fue a encontrarse con el nubarrón que tenía encima. En un campo de trigo junto al que había unos corderos pastando, se veían las espigas quebradas por el calor, y por todos los canalillos de la ciudad revoloteaba la pelusilla de los álamos a la altura del tobillo, y venía tan suelta que para poder verla bajaba la vista hasta el suelo asfaltado al tiempo que el verdor de los jardines era atravesado por un zumbido que declinó en susurro, en cuanto el consabido ebajorro se metió en una flor y desapareció. En el río el bañista metió, por primera vez en ese año, la cabeza debajo del agua, y luego tomando de nuevo el aire y el sol, experimentó en los orificios de la nariz la sensación de encontrarse sano y gozando de un paréntesis provisional. Y a la inversa, siendo verano y sin querer se agachó jugando para tirarle una bola de nieve al gato, y tocó la hierba.

Llegando al jardín de su casa, no sabía cómo había logrado encontrar el camino de vuelta. No recordaba ningún detalle del camino que había seguido por serpentinas escaleras de piedra hasta lo alto de la montaña. ¿Aquel hombre tocando el saxofón en la oscuridad de los arbustos del río, acompañando el murmullo del agua, no era acaso inventado? ¿Y no era también una invención que él estuviera ahora en su jardín? ¿Acaso no seguía en realidad sentado en la guarida o muerto a navajazos, a tiros, o atropellado? Se agachó e intentó hacer una bola de nieve, pero los copos se deshacían.

“Ya sabes que yo también fui escritor muchos años. Hoy me ves tan contento porque ya no ño soy. Ahora te contaré por qué estoy tan relajado. ¡Escúchame, amigo mío! Al principio de escribir, yo veía en el mundo que llevaba dentro una serie fiable de imágenes que me bastaba contemplar y exponer después una tras otra. Pero con el tiempo se fue perdiendo la claridad de los perfiles y, aparte de mirarme por dentro, empecé a aguzar el oído. En aquellos tiempos la idea que me había forjado –y que, según comprobé, se vio realizada una y otra vez- era que, en lo más hondo de mí, me había sido confiado algo así como un texto original –mucho más fiable que cualquier figuración por no sufrir por no sufrir ningún desgaste a efectos del tiempo, en el cual ser y acontecer eran fenómenos constantes y simultáneos-, y que yo suspendía todo lo demás y me sumergía en él para transportarlo al papel sin más dilación. Durante ese periodo para mí escribir consistía meramente en un puro escuchar y anotar como una traducción, que en lugar de serlo de un texto visible lo fuera de una voz primigenia y secreta. Pero con ese sueño me ocurrió lo mismo que me ocurre con todos los míos: al anotarlo espontáneamente una que otra vez como un fragmento, sino sistemáticamente, día tras día, con la pretensión de escribir una especie de gran libro de sueños, fue declinando y perdiendo importancia; aquella fragmentariedad que en ocasiones lo decía todo, al acabarla como un todo acababa por no decir nada. Ese intento de descifrar un supuesto texto original dentro de mí y de conferirle por fuerza un contexto, se me antojó una especie de pecado original. Así empezó. (…)”

Peter Handke
La tarde de un escritor