24.4.23

 

Cueva de Lascaux



El día de hoy, de un modo más radical, quisiera mostrarles que hay, en toda imagen, una imagen que falta.

En cuanto los ojos de cada uno se han acostumbrado a la oscuridad de la caverna, el arqueólogo distribuye las minúsculas linternas para que las tengamos en mano durante todo el recorrido. Son como lápices luminosos. Apuntamos la luz hacia el suelo, ponemos atención a dónde ponemos los pies. Bajamos. Bajamos a la caverna. Bajamos al pozo. Proyectamos la punta de luz sobre el rinoceronte. Delineamos, con nuestra línea de luz, una especie de hombre con pico de pájaro que cae de espaldas. Desviamos la mirada del bisonte, herido por un venablo, que vuelve la cabeza porque muere. Se lee de derecha a izquierda ya que el hombre-cuervo cae de la derecha hacia la izquierda. Ignoramos cuál pueda ser la acción que vemos, pero la acción no está concluida. Es el instante de antes. Ya ese hombre no está en pie, pero no ha caído por completo. Está cayendo.




Paestum


El sarcófago se encuentra en la segunda sala, a la derecha, en la penumbra grisácea. La piedra rectangular que lo recubre -el fresco se hallaba originalmente ante los ojos del cadáver­ ha sido volteada y erguida sobre la tumba para que nosotros, los vivos, podamos contemplarla. Así el muerto, a partir de entonces, vio frustrado su sueño. La escena pintada, muy blanca, está ro­deada de un marco más o menos rectangular que el megalógrafo ejecutó, también a pincel, sobre la piedra, rectangular ella misma. Al interior del marco vemos, a la derecha, piedras rectangulares cortadas, superpuestas: es la acrópolis, el mundo humano. Abajo, a la izquierda, el mar verde, los Infiernos, el otro mundo.

Al centro, el clavadista salta. No tiene ya los pies sobre la acrópolis, está en el aire, todavía su cabeza no ha alcanzado el mar. La acción no está concluida. El clavadista está cayendo.


Ahora voy a leerles un texto antiguo que debe­mos a Plinio -al tío de Plinio, Plinio el Viejo, que era almirante de la flota de Miseno y vio a Pompeya ser devorada por la ceniza y murió allá, acudiendo hacia la explosión, hacia la nube- y que, esta vez, voy a comentar. El texto responde a la siguiente pregunta: ¿cómo la imagen falta en la imagen? ¿Cómo w1a imagen mata lo real? La página está consagrada al origen de la pintura. Se halla en la Historia natural de Plinio el Viejo, libro XXX. Una joven sostiene una llama con la mano izquierda. Tiene, en la mano derecha, un trozo de carbón. Ante ella, de pie, se encuentra el joven que ama. Pero la hija de Butades no mira a su amado que parte a la guerra; se inclina por sobre la cabeza de éste para inscribir la línea que la sombra de su cabellera traza sobre el muro.

La hija de Butades está aquejada de desiderium.

Un segundo texto antiguo nos resulta necesario para comprender el mito que refiere Plinio. En las Cuestiones tusculanas IV, Cicerón define la palabra deseo: Desiderium est libido videndi ejus qui non ad­sit. Palabra por palabra: deseo es la libido de ver alguien que no está allí. La desideratio se entiende como la dicha de ver, a pesar de la ausencia, al ausente. En una traducción del latín, la palabra desiderium se vuelca al francés, las más de las veces, por las palabras recuerdo [souvenir] o pesar. Y claro, también, alguna vez, por la palabra deseo a la que dio lugar. Si descomponemos la molécula de dicha palabra, en el de-sidérium, en el astro ausente, hay un retorno [sous-venir] de lo que se perdió y que viene otra vez a mostrarse no obstante su pérdida.

El arte busca algo que no está ahí. Uno piensa en la divisa de Victor Hugo, con la que había cubier­ to los muros de Guernesey. Absentes adsunt. (Los ausentes están presentes. Aquí están los muertos.) Si el deseo es el apetito de ver al ausente, el arte mira ausente. La joven «mira ausente» a quien ama, aunque él se encuentra, actualmente, frente a ella. Nada más que, mientras está él ante sus ojos, ella anticipa su partida; imagina su muerte; aun en presencia suya, lo echa de menos: desea al hombre que está ahí.

Prosigo con nuestra interrogación: ¿cómo la imagen, al interior de la imagen, mira ausente? Voy a tener ahora que descomponer, tras la pa­ labra desideración, otra palabra latina: la palabra consideración.

La con-sideratio, en latín, consiste en descubrir cómo los astros se ensamblan paraformar un signo en el cielo nocturno. Cómo, dependiendo de las estaciones, se configuran y cómo su influjo, en fechas fijas y en un sitio dado, se vierte sobre los hombres, los animales, las plantas, el caudal del río, el nivel del lago, las grandes mareas. En latín se llama sidera a los astros. Los sidera traen las estaciones, asombran, ya que rigen su aparición y su desaparición. Señalan el ascenso y ocaso de los seres. Su ausencia (de-sideratio) se lamentaba en función del momento del mes o la época del año. La palabra francesa désir [deseo], más allá del tiempo, recibe el relevo de esta desideratio (el relevo, el pesar de una ausencia en el cielo nocturno).

Puesto que los astros retornan a su escondite como los salmones a su origen. En francés se llama «luna nueva» a la luna que falta en el cielo. Es extraño. Es necesario sentir cuán extraña resulta esta forma de hablar. No vemos nada, vemos la luna ausente en el cielo, y decimos: «Es luna nueva». En griego se dice del mismo modo: «es la neomenia». Se hacen sonar las trompas. Se orna de guirnaldas la estatua de Hécate. Se llama al llamado. Se llaman (calare) las calendas (calare).


Un profundo deseo de no ver lo real permite ver la imagen.

Ahora somos capaces de comentar o, más pre­cisamente, de considerar la tan misteriosa escena de la hija del alfarero que olvida a un hombre y contempla una sombra.

La joven no estrecha al amante entre sus brazos.

Sostiene, con la mano derecha, un fragmento de brasa apagada. Con la mano izquierda, en la oscu­ridad de la noche, avanza una lámpara de aceite, que humea. De pronto alza la llama por encima de sus ojos, de manera que proyecte la sombra de lo que ve tras lo que ve. No acaricia la sombra ni estrecha contra ésta el volumen de su cuerpo. Delimita cuidadosa, con su carbón, el contorno de esa repercusión oscura sobre la superficie de la pared. No goza de él; no aprovecha su presencia; ya ni siquiera está con él; lo mira ausente; lo echa de menos; desea a ese hombre; lo sueña. 


El hombre partió.

Murió -y los comentadores de Plinio el Viejo agregan que el joven ciudadano, arrojándose contra los rangos enemigos, murió de manera tan gloriosa que su nombre fue alabado por la ciudad al concluir la campaña. Se encargó una estela a un alfarero. El alfarero es Butades. El padre de la joven. Es él quien retoma la silueta que su hija ha inscrito sobre el muro con un trozo de carbón vegetal, quien transforma el «contorno de sombra» en el «relieve de tierra» que se apresura a cocer en su horno. ¿Y cómo hace el padre para encender su horno de ceramista? Prendiendo el trozo de carbón que su hija tenía en la mano la noche de la partida.

El arte no sólo quiere al ausente sino que domina a la muerte. 




Necrópolis de Monterozzi, cerca de Tarquinia, Italia



Todo, entonces, se despliega. Todo se pre­medita. Esta pintura medita, pre-medita, se pone «en emboscada en lo visible» de un modo verdaderamente sublime. Es increíblemente pen­sativa, meditativa, porque su imagen ausente (el sacrificio del kuros Troilo por parte de Aquiles, un poco al modo del de Isaac por Abraham) se torna más profunda aún por otra imagen, a la cual antecede. El caballo de Troya está detrás del caballo de Tarquinia como Aquiles está detrás del pozo en que el caballo acude a beber. Como Troya detrás del nombre Troilo, el incendio de Troya consumida a medias por las llamas de los Aqueos está detrás del sol poniente devorado a medias por la noche.

Hay aquí dos imágenes ausentes.

La primera imagen ausente en esta imagen: el asesinato de Troilo, ejecutado por Aquiles.

La segunda imagen ausente en esta imagen:

Troya en llamas, vencida. 




Pompeya. Casa de los Dioscuros



En el fresco de la casa de los Dioscuros, Medea se encuentra a la derecha, de pie en el templo de Hera.

Medea medita.

Parece absorta en un extraño recogimiento. Tiene los párpados cerrados. Aquello que medita asciende en ella. TodavíaMedea no tiene intención. Vacila. Arna a los niños. Odia a su esposo. ¿Qué regocijo es mayor para una mujer? ¿Vengarse del marido que le ha sido infiel? ¿Preservar a los hijos que tuvo de él? Se encuentra dividida: medita. Está desgarrada: medita. Es extraordinariamente bella y densa. Se yergue recta, plantada de cara a nosotros al extremo derecho del fresco. Aquello crece en su interior. TodaMedea está a la escucha de su cuerpo, en cuyo seno fuerzas, pulsiones distintas, se dan batalla. Sus dos manos retienen una espada. La meditación en el mundo antiguo se imagina como un debate de voces que tiene lugar en el interior del cuerpo. Extrañas ganas terribles se manifiestan en ella, divergen en ella, se oponen en ella, hablan en ella. Medea dialoga consigo misma.

A la izquierda vemos al viejo pedagogo Tragos, quien vigila a los niños.

Su mirada, y ese aire que circula entre los per­sonajes, la dulzura de la luz que los baña, son increíblemente apacibles.

Casi al centro del fresco los dos niños, Mérmero y Feres, juegan a las tabas -los huesecillos en que se están convirtiendo.

Por supuesto, de súbito, Medea los va a matar -pero no la vemos matar.

Por supuesto, enseguida se alzará la túnica; apartará sus muslos; con la espada limpiará del interior de su vulva cualquier rastro del tercer hijo que concibió deJasón -pero nada vemos de lo que está por advenir.

Medeo es el nombre del niño -del tercer hijo que nunca nació, que su madre, Medea, limpió con el hierro de su espada antes de que viera el día. La pintura antigua jamás muestra la anécdota. No asistimos al gesto cruel. En las obras antiguas los elementos quedan por lo regular dispersos, como piezas de rompecabezas volcadas en desorden so­bre el espacio de la mesa -piezas que no se han configurado aún.

La escena falta.

Y aún más: lo mostrado en los frescos antiguos no es, en nada, lo que los modernos perciben en ellos; no se trata de un instante psicológico; no se trata de Medea meditando sus asesinatos. Es posible, por el contrario, que a ojos del fresquista de la Casa de los Di.oscuros, Medea intente con todas sus fuerzas embotar su deseo de venganza y prepare su piedad, su perdón, su apatheia. Nada dice, en todo caso, que Medea busque o no am­plificar o derivar el ímpetu (lo que los estoicos llaman la hormé) que la recorre, que busque excitar o reprimir su cólera.

Medea es como la tormenta.
Medea es como la tormenta al instante en que el 
nubarrón se acumula en el cielo, antes de que sepamos si pasa o revienta.

Antes de la tormenta hay, de súbito, como una calma momentánea.

El viento cesa.

La luz se vuelve más intensa mientras la presión aumenta. La luz es de pronto feliz, con cuerpo, densa, tensa, justo antes de que el nubarrón reviente.

Así, la pintura antigua no ilustra jamás la acción que evoca: figura al momento que precede. En los tres frescos antiguos que se conservan de su «meditación», Medea es, precisamente, el tiempo suspendido antes de la tormenta (el silencio, la inmo­vilidad, la pesadez y la amplitud antes de que la tormenta atruene, ilumine, estalle, devaste el lugar).

En el momento que muestra la pintura romana, ignoramos aún la acción que va a ocurrir.

En el trasfondo, a la izquierda del fresco, está Tragos. A decir verdad, sin duda Tragos no sólo vigila a los niños que, como pude decir, tiene a su cargo: también él acecha la escena que tendrá lugar, ante sus ojos, entre la madre y los hijos.

Tragos es el preceptor de los hijos de Medea.

Medea es una «tragedia» de Eurípides. Medea es un poema «trágico» de Séneca. Tragedia se dice en griego tragódia. Palabra por palabra el «canto de tragos». La palabra tragos en griego designa al macho cabrío sacrificado durante las fiestas de Dionisia, desmembrado vivo en su berrido.

Siendo Tragos el preceptor de los niños a quien su madre va a dar muerte, siendo un asistente a su tragodia, es el histor, el testigo, aquel que puede llevar a cabo la indagación sobre la muerte una vez que ésta tuvo lugar: en griego, historia, la historia.

Casi al centro del fresco Mérmero lanza las tabas, los huesecillos.

La imagen falta. La historia no está representada.

Pero ahí está el signo. 



El instante augural


Llego ahora al meollo de mi presentación sobre la imagen faltante (deseada, esperada, echada de menos, rechazada, acechada, soñada, buscada, 
ahuyentada, meditada). Los términos que voy a emplear son un poco más difíciles pero, al mismo tiempo, mucho más precisos y claramente más con­cretos que las disertaciones sobre arte antiguo que hayan podido leer. Deberé referirme a la práctica oracular específica del mundo romano. La pintura romana tiene una manera muy particular de salir del relato al que remite: prefigura la escena que no muestra sobre el muro.

Como la mantica romana: muestra el signo que la augura-que la inaugura.

Para aquello que los griegos llaman la epifanía de un dios, la palabra latina es inauguratio. La pintura romana no re-presenta la escena previa de su con-sideración: sencillamente, la in-augura.

Primero, el que contempla en el mundo paleo­lítico es como un cazador al acecho. Después, en el mundo griego, es el guerrero Aquiles que tiende una emboscada y acecha al guerrero Troilo que se acerca a caballo. Enseguida, en el mundo romano, quien contempla es como un agorero que examina el vuelo de las aves en el cuadro que el lituo dibujó en el aire.

El cuadro circunscrito en el aire se llama en latín un templum.

Entonces, ¿qué es, exactamente, con-templar en Roma?

En Roma se llama «agoreros» a los sacerdo­tes que echan los auspicios. Son tres durante la realeza, nueve bajo la república, dieciséis en el imperio. Auspicia se descompone en aves y spicio. Palabra por palabra, aves-mirar. A dichas visiones de pájaros en vuelo las llama el latín inauguracio­nes. In-augur-ationes. El agorero, sirviéndose de su bastón sagrado -lituus-, recorta en el cielo un rectángulo -templum-, en el cual examina el vuelo, el paso, la dirección de pájaros, nubes, tormentas, movimientos del aire, relámpagos y de cualquier otro signo que pudiera surgir.

El templum define antes que nada el espacio cua­drangular en el aire, señalado por el agorero con la punta de su bastón ritual, que será sometido a con-templatio. El campo militar romano era un cuadrado en cuyo interior se llamaba augural a la tienda del general. No será sino más tarde que el campo militar sobre el suelo o el templo augural en el cielo se conviertan en un edificio de piedras más o menos cuadrado o rectangular que, a partir del suelo, se eleva sobre sus columnas para proyectarse en dirección del cielo.

Si el presagio se produce de derecha a izquierda del rectángulo en la página de aire -sinister- éste es siniestro, maleficiado. Si el presagio se produce de izquierda a derecha del templo -dexter- está colmado de destreza, de impulso, de ánimo: saldrá beneficiado.

Resulta ocioso decirles que ocurre del mismo modo en el espacio de la pintura romana.

El quadrato rectangular en el que pintan los ar­tistas de Occidente deriva del templo rectangular que los agoreros dibujan en el cielo para ver el porvernir.

La escena que allí se «inaugura», por supuesto, por definición, no se encuentra aún ahí.

Así es como en cada fresco antiguo una imagen particular falta en la imagen particular.

La imagen falta: en Roma se ve un conjunto de signos, un presagio en un rectángulo que hay que interpretar.

Piensen, para terminar, si son ustedes pintores, si son fotógrafos, si son cineastas, cuán geniales son los frescos de la antigüedad romana: le evitan a la pintura figurativa el problema de la anécdota. La belleza se mantiene resueltamente al margen de lo visible, en el instante previo a la epifanía.

Jamás la anécdota es mostrada. 


Pascal Quignard

La imagen que nos falta