14.10.23

 

Fotografías: Sergio Larrain





La llave


Pierdo la llave, el sombrero, la cabeza! La llave es la del almacén de Raúl, en Temuco. Estaba afuera, inmensa, perdida, indicando a los indios el Almacén "La llave". Cuando me vine al Norte se la pedí a Raúl, se la arranqué, se la robé entre borrasca y ventolera. Me la llevé a caballo hacia Loncoche. Desde allí la llave, como una novia blanca, me acompañó en el tren nocturno.

Me he dado cuenta que que cuanto extravío en la casa se lo ha llevado el mar. El mar se cuela de noche por agujeros de cerraduras, por debajo y por encima de puertas y ventanas.

Como de noche, en la oscuridad, el mar es amarillo, yo sospeché sin comprobar su secreta invasión. Encontraba en el paragüero, o en las dulces orejas de María Celeste gotas de mar metálico, átomos de su mascara de oro. Porque el mar es seco de noche.

Guardó su dimensión, su poderío, su oleaje, pero se transformó en una gran copa de aire sonoro, en un volumen inasible que se despojó de sus aguas. Por eso entra en mi casa, a saber qué tengo y cuánto tengo. Entra de noche, antes del alba: todo queda en la casa quieto y salobre, los platos, los cuchillos, las cosas restregadas por su salvaje contacto no perdieron nada, pero se asustaron cuando el mar entró con todos sus ojos de gato amarillo.

Así perdí la llave, el sombrero, la cabeza.

Se los llevó el océano en su vaivén. Una nueva mañana las encuentro. Porque me las devuelve una ola mensajera que deposita cosas perdidas a mi puerta.

Así, por arte de mar la mañana me ha devuelto la llave blanca de mi casa, mi sombrero enarenado, mi cabeza de náufrago.








El mar

El Océano Pacífico se salía del mapa. No había donde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana.
Los humanistas se preocuparon de los pequeños hombres que devoró en sus años:
No cuentan.
Ni aquel galeón cargado de cinamomo y pimienta que lo perfumó en el naufragio.
No.
Ni la embarcación de los descubridores que rodó con sus hambrientos, frágil como una cuna desmantelada en el abismo.
No.
El hombre en el océano se disuelve como un ramo de sal. Y el agua no lo sabe.







Las piedras

Piedras, peñas, peñascos... Tal vez fueron segmentos del estallido. O estalagmitas alguna vez sumergidas o fragmentos hostiles de la luna llena o cuarzo que cambió de destino o estatuas que el tiempo y el viento trizaron y sobaron o mascarones de navíos inmóviles o muertos gigantes que se transmutaron o tortugas de oro o estrellas encarceladas o marejadas espesas como lava que de pronto se quedaron quietas o sueños de la tierra anterior o verrugas de otro planeta o centellas de granito que se detuvieron o pan para antepasados furiosos o huesos oxidados de otra tierra o enemigos del mar en sus bastiones o simplemente piedra, rugosa, centelleante, gris pura y pesada para construyas con fierro y madera una casa en la arena.







Los nombres

No los escribí en la techumbre por grandiosos sino por compañeros.
Rojas Giménez, el trashumante, el nocturno, traspasado por los adioses, muerto de alegría, palomero, loco de la sombra.
Joaquín Cifuentes, cuyos tercetos rodaban como piedras del río.
Federico, que me hacía reír como nadie y que nos enlutó a todos por un siglo.
Paul Eluard, cuyos ojos color de nomeolvides me parece que siguen celestes y que guardan su fuerza azul bajo la tierra.
Miguel Hernández, silbándome a manera de ruiseñor desde los árboles de la calle Princesa antes de que los presidios atraparan a mi ruiseñor.
Nazim, aeda rumoroso, caballero valiente, compañero.
Por qué se fueron tan pronto? Sus nombres no resbalarán de las vigas. Cada uno de ellos fue una victoria. Juntos fueron para mí toda la luz. Ahora, una pequeña antología de mis dolores.







La sirena

Fue en el extremo Sur, donde Chile se desgrana y se desgrana. Los archipiélagos, los canales, el territorio entrecortado, los ciclones de la Patagonia, y luego el Mar Antártico.
Allí la encontré: colgaba del pontón pútrido, grasiento, enhollinado. Y era patética aquella diosa en la lluvia fría, allí en el fin de la tierra.
Entre chubascos la libertamos del territorio austral. A tiempo, porque algún año después el pontón se fue como el maremoto, a la profundidad o al mismo infierno. Aquél, cuando fue nave, se llamó Sirena. Por eso ella conserva su nombre de Sirena. Sirena de Glasgow. No es tan vieja. Salió del astillero en 1886. Terminó transportando carbón entre las barcas del Sur.
Sin embargo, cuánta vida y océano, cuánto tiempo y fatiga, cuántas olas y cuántas muertes hasta llegar al desamparado puerto del maremoto! Pero también a mi vida.







La novia

Es la más amada por la más dolorosa.
La intemperie le rompió la piel en fragmentos o cáscaras o pétalos. Le agrietó el rostro. Le rompió las manos. Le trizó los redondos acariciados ombros. Acariciados por la borrasca y por el viaje.
Quedó como salpicada por las mil espumas. Su noble rostro agrietado se convirtió en una máscara de plata combatida y quemada por la tempestad glacial. El recogimiento la envolvió en una red de cenizas, en un enjambre de nieblas.







El locomóvil

Tan poderoso, tan triguero, tan procreador y silbador y rugidor y tronador! Trilló cereales, aventó aserrín, taló bosques, aserró durmientes, cortó tablones, echó humo, grasa, chispas, fuego, dando pitazos que estremecían las praderas.
Lo quiero porque se parece a Walt Whitman.



Pablo Neruda
Una casa en la arena