21.12.25

Museo Arqueológico Nacional de Atenas, Grecia




Este diálogo, me parece, no acepta límites entre los géneros ni entre las artes. A la poesía le aportó tanto la narrativa del siglo (Juan Rulfo, Franz Kafka, Clarice Lispector, Robert Walser...) como la propia poesía. O la pintura: no solo las imágenes que acompañan, evidente o subterráneamente familiares o afines, sino lo que algunos nombres de la pintura suponen de problematización y apertura de los modos del oficio: la abstracción, la supresión de marcos compositivos esperables, la fragmentación o amputación frente a la contextualización convenida, la extrema intensificación y las formas en que se consigue (Gorky, Luis Fernández), la presencia de lo morboso junto a lo conceptual o nihilista (Malevich), la dosificación de lo secamente conceptual y de lo húmeda o humoralmente corporal: los humores del cuerpo, y el recorte, el tacto de la vista o pensamiento (Klee)...

Un poema no viene de la mano de la voluntad o la consciencia, se toma su tiempo, espera, aparece o no aparece, fluye a través de lo periférico, lo periférico conforma lo central. en esa fase, el trabajo es subterráneo, algo de lo inconsciente o lo preconsciente cuaja y ello ocurre no cuando uno quiere sino cuando ello quiere. Por ejemplo, durante mucho tiempo supe que para caza nocturna me faltaba un poema que respondiese a lo que yo llamaba pastoral (Pastoral era también el título de un cuadro de Arshile Gorky); ese poema tenía que ver con cierta memoria mía de la infancia, pero no supe escribirlo hasta que no cuajó en la forma de un sueño.
En una entrevista, Gary Snyder se refería a la meditación con estas palabras: "de hecho, como sabe cualquiera que haya practicado suficientemente la meditación, aquello a lo que se apunta no es nunca lo que se alcanza. Aquello a lo que se apunta no es, curiosamente, lo que se obtiene; la voluntad consciente no puede alcanzarlo. Hay que practicar una especie de distracción cuidadosa, pero en verdad relajada, que permita al inconsciente hacer su propio trabajo de ascenso y manifestación. Sin embargo, en el momento en que uno, alerta, se dispone a apresarlo, se escapa, se desliza hacia el fondo. es algo muy semejante a lo que ocurre en la caza estática: te detienes en algún lugar en el bosque y permaneces inmóvil hasta que las cosas comienzan a vivir, empiezan a aparecer ardillas, gorriones y conejos que estaban ahí desde el principio, pero que se zambullen en algún rincón cuando se nos mira de cerca. También la meditación es así". Como la poesía.

Los poemas, aun si brotan de la imagen más aérea, más luminosa y diurna, más visible, bucean y avanzan como un pez hacia un espacio propio y silencioso –lo visible y su luz están también allí.

A veces me acometen crisis de irrealidad; no de identidad, sino de irrealidad; no quién soy, sino si estoy. ¿Dónde vivimos? (El plural acoge a muchos, pero solos.) No dónde se nos ve, se nos encuentra, sino dónde nos sentimos vivir. ¿Qué lugar es ese, semejante a los del sueño en que no es el de la vida real? Hay estratos ahí, no de profundidad, sino de coloración, de presencia de ciertas afecciones.

Comienzo y final abierto, con frecuencia suspendido, versatilidad en el uso de las personas gramaticales, deslizamiento de una a otra, deslizamiento también de los tiempos –los del pasado y los del presente–, indistinción (en cuanto a grado de realidad) entre imágenes de la memoria, del sueño o de la percepción actual, un ritmo que viene impuesto desde dentro del poema.
Interior y exterior son categorías, metáforas espaciales no estancas. El interior conforma lo exterior (al límite, solo sabemos de las cosas lo que nosotros mismos ponemos en ellas); y el exterior es, por su parte, lo que acaba constituyéndonos de la manera más íntima (el consuelo del campo): solo podemos percibirnos percibiendo.

Pensar es pensar el cuerpo, pensarnos en el mundo –lo que significa: estamos, y no estamos. En el mundo. El mundo de un poeta, de una poeta es reducido; su mirada focaliza aspectos limitados, obsesivos, enfermos; manifestaciones o síntomas de una disposición del ánimo. Ese mundo además es lento; las transformaciones (condensaciones, acotaciones novedosas, hallazgos de lo mismo –aquí, aquello–) son lentas; años para un giro, para otro matiz, para un caer en la cuenta. Quien trabaja el poema es pájaro y caracol a un tiempo, leve, y audaz y concentrado, reconcentrado en sí, quieto, ensimismado. La obra responde a las calidades muy precisas de su percepción y su memoria; a una sensibilidad formada en carnosas dependencias familiares y en mecanismos asociativos irreductibles. El modo en que construye su mundo es su aportación a la lengua. Pienso en Vallejo, en Rosalía, en Lezama, en Jaime Saenz... La forma para cada uno de ellos es la única posible; y esa forma es pensamiento, un modo de mirar el mundo, una manera de relacionarse con los muertos, de ir a la muerte.

La poesía, como la filosofía, trabaja a la contra; por ejemplo, contra la cultura, contra la lengua de la cultura, contra el método, contra lo que se sabe hacer; y contra la idea de musicalidad que parece perseguirla, idea que actúa con frecuencia diluyendo la precisión, esa cualidad irrenunciable de lo poético –y el llamado rigor formal es solo el modo de alcanzar la precisión–.


LA POESÍA, ESE CUERPO EXTRAÑO

El título que he dado a esta lectura (y que será el del libro en que se recoja), La poesía, ese cuerpo extraño, alude, por una parte, a la escritura entendida como segregación que ciertos organismos producen, segregación de algo que forma y no forma parte de ellos: un cuerpo extraño; y quizá nombra también, por otra parte, la extrañeza que a veces causa lo más propio, lo más vivo e innnegociable de uno mismo.
En efecto, hay un modo de estar en el mundo que conlleva necesidad de expresión. Un habla, un hacer que surgen al pensarnos y sentirnos en el mundo; conscientes de la inmediatez y la hermosura, y, al mismo tiempo, del fluir, de la adversidad y la desdicha, de la fragmentación, de lo evanescente de este estar. Tal conciencia genera una inquietud que es modo de conocer, de conocernos.
Memoria, cuerpo, muerte, enfermedad son lugares de esa extrañeza. Lo son también el paisaje y los hechos de la niñez, tan obvios, tan incuestionables –y cuánto esfuerzo para llegar a verlos–. Lo propio ha de ser aprendido ("lo propio debe aprenderse tan a fondo como lo ajeno", decía Hölderlin a Böhlendorf en carta del 4 de diciembre de 1801); el lugar de origen, aquel en el que nos hemos hecho, es lo que mejor conocemos, y, sin embargo, bien mirado, es algo que tardamos mucho en llegar a conocer, que adquiere su forma solo en la distancia.
Tal vez, pienso ahora, solo desde lejos se llega a estar dentro; solo por la distancia volvemos a habitar los parajes, las casas y los seres que nos han conformado como somos. Lo hemos vivido entonces, pero llegamos a conocerlo en la memoria y en la distancia –la distancia… lo que conserva sustancia y consistencia de las cosas; lo que propicia también cierto trabajo obsesivo, fundante estéticamente, de la memoria–.
Lo que llamo niñez no aparece como tiempo y espacio de felicidad, sino, en todo caso, de intensidad, de la intensidad con que percibe una –quizá inherente– condición desdichada de habitar el mundo.
El mundo. Y el cuerpo –deterioro, muerte, paso y peso del tiempo–, el nombre de lo enfermo o de lo solo. Lo que nos hace conocernos. Esos son los lugares a los que vuelve una y otra vez mi escritura.


Olvido García Valdés
De la escritura
La caída de Ícaro